Con apenas 17 años, estando yo en el patio del colegio, se me acercó una chica por la que estaba coladísimo, y me preguntó si quería entrenar a un equipo de fútbol femenino escolar. En aquel momento ni lo pensé. Cuando la chica que te gusta acude a ti, y te dice que sabes mucho de fútbol, que serías el entrenador perfecto, y bla, bla, bla, lo único que te sale de la boca es un: “Por supuestísimo”.
Y así es como me encontré, unos días después, en ese mismo patio de colegio, con varias niñas que no sabían ni darle una patada al balón. Que no hacían caso a nada. Que se dedicaban a comer chucherías en mitad de un partido o a quitar la cara para que no les diera la pelota. “¿Dónde me he metido?”, pensé. La liga estaba a punto de empezar y era imposible que pudiéramos siquiera pensar en competir.
Pero poco a poco fueron mejorando. Cada semana controlaban mejor el balón, lo pasaban con más precisión y hasta se atrevían con algún regate. Aquel año perdimos todos los partidos excepto uno que empatamos y que supo a gloria. Dos años después, aquellas chicas sabían hacer prácticamente de todo. He visto auténticos golazos de esas criaturas. Regates que podría firmar el propio Messi. Paradas imposibles. Y tandas de penaltis tan agónicas como las de las finales de Champions. Así ganamos nuestro primer título, y creédme que pocas veces me he sentido tan orgulloso como aquella noche.
Esas chicas me despertaron de mi ‘futbolitis’. De mi ignorancia sobre la competitividad de las mujeres en el mundo del deporte. De lo que les cuesta llegar hasta donde sueñan, unas diez veces más que cualquier hombre. Aquellas niñas que hoy son mujeres me hicieron ver que un periodista no solo tiene la obligación de informar. Con un boli, una grabadora y un teclado de ordenador se puede luchar contra la discriminación, el sexismo y la desigualdad.
Puedo decir que en la Universidad entrevisté -junto con algunos compañeros, en un programa de radio- a 15 mujeres, 13 de ellas deportistas. Algunas de ellas, recientes medallistas olímpicas (Ángela Pumariega, Ona Carbonell, Patricia Herrera), otras, leyendas del deporte paralímpico (Teresa Perales), y otras, estrellas del fútbol mundial (Verónica Boquete). La mayoría eran desconocidas por el público general (casi todo el mundo nos preguntaba que quiénes eran). Hoy, por suerte, son algo más reconocidas, pero apenas cuentan con el apoyo y el altavoz que se merecen.
Es posible que la única oportunidad de darse a conocer, de hacer vibrar al espectador medio español, de que sus historias de superación sean publicadas en los medios y salgan en las televisiones nacionales, sean los Juegos Olímpicos. Ocurren cada cuatro años, en un periodo de apenas 15 días. Con suerte, puede que disputen cuatro o cinco partidos/rondas, o puede que corran una semifinal y en 20 segundos se acabe todo. Cuatro años trabajando duro para demostrar que estás ahí, que también existes, para desaparecer en apenas dos semanas.
Es ahí, en la exigencia de los Juegos, donde nuestras deportistas se están haciendo fuertes. Son protagonistas, incluso más que los hombres. En Londres, 11 de las 17 medallas fueron conquistadas por mujeres. En Brasil, también más de la mitad (9 de 17). Y no es la cantidad ni el hecho de lograr la medalla. Es el ‘cómo’. Emocionan. Emocionan enormemente.
Lo hizo Mireia Belmonte, en la primera medalla de España en estos Juegos. No participó en los Mundiales de Kazán por lesiones en sus hombros, y muchos expertos la dejaban fuera de la lucha por las medallas. Ella renunció a todo por estar en Brasil. Horas y horas de piscina y una preparación exhaustiva para llegar a Río. Se apuntó a seis pruebas, ganó medallas en dos y estuvo a punto de sumar una tercera. Logró su primer oro olímpico con una remontada espectacular que puso a España con los pelos de punta. “Soy la primera mujer en bajar de los ocho minutos en la historia, pero es más importante el pelo de Sergio Ramos”, dijo en una entrevista a ABC.
No fue la única que nos levantó del sillón de un respingo. Maialen Chorraut vive de un deporte del que no se habla absolutamente nada en cuatro años, pero que es de los más preciosos que existen. La dificultad del piragüismo en aguas bravas, esquivando 24 puertas a toda velocidad, obligada a no saltarse ninguna (bajo una pena que te cuesta la eliminación) provoca que un mal día te mande directamente a casa y tire 1500 días por la borda. Le pudo pasar a la guipuzcoana, que acabó última en el primer intento pero tercera en el segundo. En la final, hizo un tiempo espectacular (tres segundos más que su mayor perseguidora) y logró un oro histórico y su segunda medalla tras el bronce logrado en Londres. No dudó en reivindicar la figura de la mujer, pero sobre todo la madre-deportista: Siete de los nueve meses que pasó su hija en su vientre los empleó en entrenar para alcanzar el éxito en Río. “Hicimos la apuesta y hemos ganado: tener una hija y llevarla a todas partes para seguir compitiendo. Ser madre y deportista parecía imposible pero lo he conseguido. Estoy muy feliz”, declaró emocionada.
No fue más fácil para Carolina Marín, pese a que llegaba como la gran favorita para llevarse el campeonato olímpico de bádminton. Esa posición se la ganó a pulso, ganando dos Mundiales y dos Europeos, acabando con la supremacía asiática en un deporte con poco más de 7000 licencias en España. En China, por contra, hay 100 millones de practicantes. No contaban con que una chica de 14 años de Huelva se separara de sus padres rumbo a Madrid y se entrenara para ser la mejor del mundo. Con 23 primaveras, ya es una de las mejores deportistas de la historia de España, por muchos tweets ‘random’ que publicara como adolescente.
De Lydia Valentín, lamentablemente, se habla más de sus fotos “sexys” en Instagram que de su extraordinaria fuerza física. De su capacidad de trabajo. De su lucha por estar en Río en plenas condiciones a pesar de su lesión en la zona dorsal. De su sueño de conquistar una medalla con ‘momento incluído’, y no colgársela al cuello tras dopaje de sus rivales. De que gracias a ella, pionera en la halterofilia española, miles de mujeres se apuntan cada año a gimnasios, academias, certámenes y concursos de levantamiento de pesas. “Siento que al final se hace justicia, que al final todo el sacrificio tiene su recompensa. Si luchas, consigues lo que quieres”, sentenció la leonesa.
Lydia tuvo “su momento’ con 31 años. Ruth Beitia, con 37. Toda una carrera saltando, acumulando condecoraciones, campeonatos de Europa y del mundo, aplausos y reconocimiento… pero la cántabra seguía sin medalla olímpica. Decimosexta en Atenas, séptima en Pekín, cuarta en Londres. Pensó en la retirada, pero siguió saltando. Estos eran, a buen seguro, sus últimos Juegos, y Ruth saltó 1,97m sin un solo nulo para conseguir, probablemente, la medalla de oro más bonita de las que hemos vivido estas semanas. “El motor de mi vida este tiempo era una medalla olímpica, que es lo que me hizo seguir adelante y hoy se ha hecho realidad. Esta segunda oportunidad que me ha dado la vida ha sido para demostrar todo el trabajo que hemos hecho estos 26 años”, dijo emocionada, con su eterna sonrisa brillando en el Sambódromo brasileño.
Es un hecho que el baloncesto femenino vive a la sombra del masculino, a buen seguro la mejor generación de la historia de nuestro país. Pero el palmarés de ellas es casi tan espectacular como el de ellos. En los últimos 15 años, España ha ganado 10 medallas entre Mundiales y Europeos. Faltaba la más preciada, una plata con sabor a oro tras ganar a todas las selecciones que se cruzaron a su paso en Río (salvo Estados Unidos). Se vieron fuera en cuartos, ante Turquía, pero Anna Cruz, una de las mejores jugadoras del mundo y campeona del anillo WNBA el pasado año, encestó sobre la bocina la canasta de la victoria. “Esa canasta no la metí yo, la metimos todas. La fuerza de nuestro equipo es que estamos muy unidas, somos luchadoras y ambiciosas al máximo”, afirmó en una entrevista a El País. Lograron mejor resultado que los Pau Gasol, Sergio Rodríguez y compañía, pero es probable que en dos semanas su gesta quede en el olvido.
Eva Calvo llegó a Río como una de las grandes opciones de España de conseguir medalla, pero pocos sabían siquiera quién era (me incluyo). Hace solo un año se proclamó subcampeona del mundo, y cuenta con una decena de distinciones en la élite del taekwondo. Una chica ‘sencilla’ de Leganés que logró vencer su timidez a base de patadas y que hace de su humildad su mejor arma. Adoramos cada día a personajes como Nadal, Gasol, Fernando Alonso o Marc Márquez, pero tenemos a la vuelta de la esquina deportistas igual de exitosos (o más) y que representan los mismos valores.
A veces, para llegar a ese éxito, hay que hacer más sacrificios de los esperados. No hablo de dietas o alejarse de familiares y amigos. Hablo de dolor físico. De pasarlo mal. Las cinco gimnastas del equipo español acabaron lesionadas tras realizar una final casi perfecta que les valió la plata. Cuatro de ellas fueron cuartas en Londres por una polémica valoración de los jueces. Cuatro años después, estuvieron a punto de arrebatarle el oro a un país, Rusia, que es rey en este deporte desde el año 2000. Alejandra Quereda, capitana del equipo, dijo esto días antes de viajar a Rio: “Tengo una lesión que es bastante difícil de controlar, una rotura del labro con un edema en el fémur, pero cuando machacas el cuerpo así son cosas normales. Es decisión mía seguir hacia delante, esto no va a hacer que tire la toalla. La clave es controlar la lesión y conocer el propio cuerpo. La verdad es que me siento en el mejor momento de mi carrera”. Tanto ella como Elena López tendrán que pasar por el quirófano a su llegada a España.
No les importó sufrir para lograr su objetivo. Lograron nueve medallas valiosísimas, que les vuelve a poner en el escaparate, al menos durante un tiempo. Un tiempo que debería prolongarse de forma infinita, pues estas mujeres son el mejor ejemplo para la sociedad española y las futuras generaciones. No podemos darles un pedacito de gloria cada cuatro años. Les debemos un trozo cada día, durante los 365 días. Porque si nuestro país, envuelto en una profunda crisis económica desde hace casi una década, olvida las penurias y se funde en alegrías gracias al deporte patrio, ellas tienen gran parte de culpa. Casi toda.
Alicante, 1991. Mi madre siempre me decía: "No sé por qué lloras por el fútbol, sino te da de comer". Desde entonces lucho por ser periodista deportivo, para vivir de mis pasiones (y llevarle un poco la contraria).
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