Flaco, alto, con una melena negra y enrulada y la mirada siempre fija en el balón. Marco Antonio Etcheverry Vargas (Santa Cruz, 26 de septiembre de 1970) tenía una estética acorde a los florecientes años 90´, esa década que cambiaría la historia del fútbol para siempre. Eran tiempos donde el marketing y la imagen iban haciéndose cada vez más popular, aunque él no destacaría justamente por estas cosas, sino por la más esencial: su excelsa técnica. El sudamericano era un distinto, un fuera de serie, siempre jugando por debajo del radar de las cámaras.
Paradójicamente, a este mediocampista lo apodarían “el diablo” debido a que parecía estar poseído cada vez que realizaba una finta teniendo tantas piernas encima, aunque dentro de su patria sería más bien considerado como un mesías, un ser capaz de obrar el milagro de llevar a Bolivia a su primera Copa Mundial de la FIFA de manera legal (a 1930 y 1950 habían ido por invitación), una gesta impresionante e imperecedera.
Desde sus inicios el santacruceño demostró ser un jugador fuera de serie. Su clase se dio a conocer a muy corta edad, por lo que fue llamado para jugar en las inferiores del seleccionado boliviano. Allí logró su primer gran hazaña, ya que la Verde se clasificó a sus dos únicos mundiales juveniles –los Sub 16 de 1985 y 1987- y en ambos el pequeño diablillo hizo acto de presencia. Si bien no podrían ganar en ninguno de los dos campeonatos, sí que venderían muy cara sus derrotas. Nadie lo sabía aún, pero en aquellos certámenes (que ahora son Sub 17) comenzó a gestarse la generación que haría historia unos años más tarde, ya que también Erwin Sánchez y Luis Cristaldo harían acto de presencia.
Etcheverry tenía una manera particular de jugar, típica de los mediocampistas ofensivos de este lado del continente. Casi no se movía de su lugar y solía correr más bien poco, pero aquello no le hacía falta. Ni bien el balón llegaba a sus pies, estos comenzaban a moverse como si estuvieran llenos del espíritu del fútbol. No importaba cuántos marcadores buscaran quitarle el bendito bien, él siempre se escapaba a través de sus sutiles regates. En un metro podía sacarse de encima a dos, tres o hasta cuatro marcadores y despejar, de esta forma, el camino. Y si bien era un atacante con gol, su habilidad máxima era la de hacer todo el trabajo sucio para hacer que otros disfrutaran del éxtasis final. Era un demonio que se transformaba en un ángel.
Bolivia logró una agónica clasificación para Estados Unidos 1994. Derrotó a todos sus rivales en la Paz (incluso vencerían a Brasil por 2-0 con un gol suyo, siendo este uno de los triunfos más importantes de la historia de Bolivia), aunque en el llano sufriría horrores, haciendo que se dudase de la valía de los dirigidos por el español Xavier Azkagorta.
“Tras la euforia desatada en mi país, teníamos que ir a hacer un digno papel. Abríamos la Copa ante el último campeón, Alemania. Todo el mundo estaba pendiente de ese partido inaugural. Yo me había roto los ligamentos de la rodilla y mi recuperación tardó ocho meses. Pensé que no iba a llegar, pero al final lo hice. El técnico me dijo que su idea era que recién jugara el último partido, ante España, que podía ser decisivo para la clasificación. La verdad es que no estaba en condiciones para jugar, pero la ansiedad y las ganas de estar pudieron más. Yo era el mejor jugador de Bolivia en ese momento y no quería fallarle a mi pueblo” le manifestó años después a la revista SoHo.
A Bolivia le tocó abrir la Copa del Mundo nada menos que ante la reunificada selección alemana. En el Soldier Field de Chicago los Carlos Trucco, Marco Sandy, Gustavo Quinteros, Carlos Borja, Julio César Baldivieso, Luis Cristaldo y Platini Sánchez vendieron muy cara su ropa ante una selección claramente superior. Y si bien Klinsmann anotaría un gol a los 61′, el encuentro no estaría definido hasta el pitido final. Fue por ello que el entrenador español decidiría poner en campo –pese a las recomendaciones previas- al Diablo, a ver si podía generar un nuevo milagro. Pero, en lugar de ello, apenas duraría en aquel encuentro…
“Durante el partido, (el mexicano) Arturo Brizio Carter pitaba mucho para los alemanes. En el banco nos paramos varias veces a reclamarle al juez y también a insultar a los alemanes. Sentíamos una gran impotencia y también era una manera de apoyar a los nuestros. El cuarto árbitro se acercó un par de veces a decirnos que nos sentáramos porque si no, nos iba a expulsar. Al final, Klinsmann abrió el marcador por una caída de nuestro arquero y el vasco me hizo entrar en el minuto 79. Enseguida fui a disputar una pelota con Matthäus cerca del córner, chocamos, pensé que se venía con todo a hacerme algo y puse la pierna para protegerme. No hubo patada ni mala intención. Pero Brizio vino corriendo y me expulsó. Jugué dos minutos y medio. No lo podía creer. De hecho, mi entrenador no estaba enojado y me dijo, cuando salía: “Marco, ¿quién te quita lo bailado”. Me dieron dos fechas de suspensión, no pasamos a la segunda fase y no pude jugar más. Fueron mis dos minutos mundialistas. Increíble” le describió al mismo medio. Insólito, el que quizás haya sido el mejor jugador de la historia de Bolivia apenas tendría minutos para mostrarse en una Copa del Mundo, una injusticia.
Etcheverry jugó prácticamente siempre en América (Bolivia, Chile, Ecuador, Colombia y Estados Unidos), logrando títulos en casi todos los clubes en los que estuvo. De hecho, fue nominado para ser parte del Salón de la Fama de la MLS, siendo uno de los jugadores más trascendentales durante los primeros años de la novel liga norteamericana. Pero apenas tuvo un pequeño paso por Europa, jugando una única temporada para el Albacete.
Es una pena que Marco no haya podido demostrar todo su potencial en el Viejo Continente. Quizás, de haber nacido en Brasil o Argentina, hubiera sido considerado una leyenda, recibiendo millones de dólares en beneficios y teniendo fans en todo el globo. Pese a todo, él nunca bajó los brazos, haciendo de cada juego un espectáculo y de cada jugada un lujo para las retinas. No importaba el rival ni la cancha. No importaba si era una Copa América o un amistoso intrascendente. Sus diabluras siempre se hicieron presente. Etcheverry fue un ícono noventero de cabellos inmanejables y piernas endiabladas.
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