De Bruyne, Van Dijk, Hazard, Henry, Lampard, Rooney, Luis Suárez, Cristiano Ronaldo, Shearer… Todos tienen algo en común. Han sido condecorados con el Premier League Player of the Season, el Mejor Jugador de la temporada en Inglaterra. Galardón reservado a aquellas estrellas que sobresalieron en un año en el que sus clubes se salieron del panorama, en su mayoría ganando el título liguero, o dejando a sus equipos lo más arriba posible en la tabla. Pero hubo una vez, una sola vez en toda la historia de este galardón, que un pequeñajo de 1’65 metros se hizo con el trofeo pese a que su equipo, el Middlesbrough, perdió la categoría. Poco importaron aquel año los 25 goles de Alan Shearer que dejaron al Newcastle subcampeón, los 23 tantos con los que apareció Ian Wright o la gran temporada de algunos clásicos como Cantona, Fowler o Le Tissier. Aquel año, Juninho Paulista rompió todos los moldes.
Juninho nunca fue un jugador corriente. Nunca pasó desapercibido. En época donde las camisetas no se hacían a medida y los tallajes eran apenas tres o cuatro por marca con distintos patrones, el brasileño, con su corta estatura y su peso inferior a los 60 kilogramos siempre parecía enfundarse la casaca de un gigante. Mangas cortas que parecían largas, cuellos que se asemejaban a collarines y bajos sobrantes que le hacían de vestido. A veces ni se le veían los pantalones. Su aterrizaje en la Premier en 1995 fue toda una aventura. Juninho, que le pusieron el nombre futbolístico de ‘Paulista’ porque venía de romper el campeonato brasileño con el Sao Paulo, donde había ganado la Copa Libertadores, dos Recopas de Sudamerica e incluso la Intercontinental, a todo un Milan de Capello. Hasta su llegada, ningún jugador brasileño había jugado en la Premier League (Isaías, en el Coventry, debutó el mismo curso que Juninho, pero unos meses antes ya que Juninho se encontraba en la Copa América). De hecho, solo el uruguayo Adrián Paz había llegado de Sudamérica hasta que aterrizó en el Boro el menudo jugador paulista. Su corpulencia, en un fútbol que primaba el físico sobre todas las cosas, hacía tener dudas absolutas a toda Inglaterra sobre la presencia de un jugador al que incluso le había costado jugar en su país por esas limitaciones de fuerza.
Pero Juninho reventó el campeonato y su llegada y su actuación abrieron paso para que otros jugadores, como el Chelsea, apostaran por el talento que se guarda en frascos pequeños, como Zola. En Brasil tenían muy claro que ese pequeño terremoto que había dado cuatro asistencias en un partido amistoso en su debut con la absoluta, que les había llevado a la final de la Copa América 1995 (con solo 22 años) y que luego les iba a dar la Copa Confederaciones y un Bronce en Atlanta 1996, iba a ser el líder y la estrella del Mundial de Francia 98, formando una sociedad letal con un aún imberbe casi desconocido Ronaldo y con los rejuvenecidos Edmundo y Romario. Para hacerse una idea, cuando Juninho ya era una estrella del campeonato, Ronaldo estaba empezando a despuntar en el PSV e incluso el jugador del Boro sentaba a todo un Rivaldo que años más tarde sería Balón de Oro.
Todo eso lo comprobaron rápidamente en el nordeste de Inglaterra, donde Juninho formó una sociedad tremenda con el italiano Ravanelli. Fueron imparables. Y eso que, debido a la disputa de la Copa América 1995, el brasileño se incorporó tardísimo a su primera temporada, retrasando su debut hasta noviembre. No fue excusa para, en su año de adaptación, ser uno de los protagonistas del torneo. Pero cuando realmente puso el campeonato patas arriba fue en su segundo (y último) curso allí. Juninho, que evidentemente no podía ir al choque con ningún jugador de la Liga, aparecía en segunda línea, recibía abajo, se buscaba los espacios donde escurrirse como una lagartija entre las piernas inmensas de los gigantes ante los que jugaba. Cuentan las estadísticas oficiales que Juninho mide entre 1’65m y 1’68. Yo no puedo hacer más que cuestionar aquel dato, porque mi hermana, que nunca ha alcanzado esa altura, tiene una foto con él donde ella le saca casi una cabeza y otra donde el brasileño es más alto por poco porque, fruto de la vergüenza, decidió subirse a un escalón. Y porque crecí contemplando un póster suyo, a tamaño real, en una de las paredes de mi cuarto. Y llegaba al 1’60m de milagro.
Y es que en esa su segunda campaña, el Middlesbrough descendió, pero eso no fue obstáculo para considerar algo hoy impensable: designar en un torneo individual al mejor de todo a un chico cuyo equipo había quedado penúltimo. Pero es que su superioridad, su irrupción, su impacto era tal, que era imposible no considerarle el auténtico rey del campeonato. Todos los equipos de la Premier League se lo rifaron, pero fue él quien decidió, en año de Mundial, irse a brillar a una Liga donde incluso podría triunfar más. En verano de 1997, el Atlético pagó (al cambio monetario de hoy) 18 millones de euros. Con Antic en el banquillo y con la presencia de estrellas como Kiko, Viero, Caminero o Lardín, el Atlético, que se había quedado muy cerca aquel año de jugar una Final de Champions League, buscaba volver a ser grande en Europa, donde iba a comparecer en la Copa de la Uefa.
Juninho debutó en la jornada 1 marcándole un gol al Real Madrid en el Bernabéu y dos semanas después haciendo otros dos al Leicester en competición europea. Ya tenía a la afición en el bolsillo, pero nunca pudo brillar de rojiblanco todo lo que le hubiera gustado. Porque en Balaídos, en los pies de Michel Salgado, una durísima entrada del jugador del Celta terminó con su carrera. Al menos con su carrera de estrella. Era febrero y Juninho tardó meses en volver a caminar y jugar. Se le habían roto el peroné, los ligamentos del tobillo y el alma. Se perdió el Mundial, ese torneo para el que Brasil llevaba cuatro años mimándole y preparando, y que la canarinha disputó hasta la final, donde clavó la rodilla ante la anfitriona.
Tras aquella entrada y la operación, Juninho tuvo que llevar durante mucho tiempo placas y tornillos dentro de su pierna izquierda para sujeción de los huesos. “Estaba en el mejor momento de mi vida. Para mí fue doloroso y aquello truncó parte de mi carrera”, afirmó el que era portador de la casaca número 10 de Brasil, aquella que habían llevado Pelé o Zico y que más tarde usarían Ronaldinho, Rivaldo o Neymar. Pero todo fue diferente. En la temporada siguiente, Antic ya no estaba. El Atlético, que había alcanzado semifinales en Europa, había acabado séptimo en Liga, muy lejos de las expectativas. Sacchi, el nuevo técnico, no comulgaba con el fútbol del brasileño. Juninho no tenía lugar en un esquema mucho más duro como el que potenciaba el italiano. Pero, a mitad de temporada, Sacchi fue despedido y Antic volvió para el último tramo del curso, sacando otra vez una gran versión de un Juninho que, pese a su grave lesión había marcado en dos temporadas 22 tantos como rojiblanco.
El camino se torció nuevamente en la 1999-2000 cuando el Atlético firmó a Ranieri para su banquillo. Juninho salió ese verano por la puerta de atrás. Necesitando volver a sentirse futbolista, su salida nunca quedó clara, si bien se vendió a los cuatro vientos que era el técnico italiano el que no le quería, al futbolista siempre le quedó la idea que había sido la directiva la que quería traspasarle por su elevado salario y que el entrenador solo había jugado el papel de poli malo. Juninho volvió cedido al Boro para jugar media temporada, para posteriormente ser cedido de manera seguida a Vasco da Gama y Flamengo. En Vasco volvió a su mejor versión, ganando la Serie A, la Copa Mercosur, Balón de Plata al segundo mejor jugador del país y siendo elegido dos veces seguidas en el equipo ideal del año. ¿El premio? Scolari se lo llevó al Mundial 2002, donde jugó un papel principal en la fase de grupos siendo suya la banda derecha (también en octavos ante Bélgica) y teniendo unos minutos en la final ante Alemania. Su inteligencia para el juego era tal que, pese a no tener la explosividad de sus primeros años y ser un jugador con mucha tendencia a romperse, el seleccionador brasileño no dudó en hacerle importante para el equipo que acabaría levantando su quinta Copa del Mundo.
En Flamengo apenas jugó unos meses, porque el Middlesbrough pagó al Atlético unos 8 millones de euros para que su hijo prodigio (The Little Fella, como le llamaban) volviera. Con el Boro vivió dramas y comedias. Porque en pretemporada se rompió el cruzado, teniendo una primera temporada en la que estuvo casi inédito. Pero en la segunda consiguió la Copa de la Liga en 2004, el único título en toda la historia del club. Pasada la treintena, abandonó Inglaterra y se mudó a Glasgow para heredar el ‘7’ de Larsson en el Celtic, en un último año de nivel antes de volver a Brasil. Juninho jugó un par de años en Palmeiras (en el primero volvió a ser elegido como el segundo mejor jugador brasileño del año) y poco después probó las mieles de la exótica Liga de Australia.
En 2009, Juninho se retiró del fútbol profesional, a la edad de 36 años y con una carrera exitosa, pero mucho menos brillante de lo que podía haber sido de no haberse topado con Míchel Salgado en aquel campo de Vigo. Cogió la presidencia del Ituano, club de cuya cantera salió.
En 2010, el mal hacer del equipo en el Campeonato Paulista, hizo que la junta del club le propusiera calzarse las botas por última vez. Juninho lo hizo en los últimos dos partidos. En el que cerraba el campeonato, Ituano iba perdiendo por 2-0 en el descanso ante la Portuguesa y necesitaba ganar para sellar la permanencia. Con Juninho en el campo, Ituano remontó, siendo así, a sus casi 38 años, un retiro dorado para un jugador que dejó una huella imborrable en Brasil y que puso la primera piedra para cambiar, para siempre, la forma de ver, jugar y entender el fútbol de las islas.
Imagen de cabecera: ImagoImages
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