Como si llevara un lustro en el Valencia. Como si su DNI marcara la fecha de nacimiento en los primeros años de la década de los 80. José Luis Gayà convive con la madurez como cualquier ser humano con su pareja. En el mismo techo, durmiendo arrebujado en las mismas sábanas y compartiendo cocina. No hay abandono ni siquiera cuando quiere disfrutar del champú y del gel. Van adheridos y ensamblados a todos lados. Tal como la legaña lo hace al ojo al sufrir conjuntivitis, como cualquier ‘bouquet’ combinado de pequeñas flores en la cabeza de las flamencas en la Feria de Abril de Sevilla, igual que el berreo de Camacho en el gol más importante de nuestra historia con su Iniesta de mi vida. Con solo 19 años, el expreso de Pedreguer simpatiza con un grado de enjundia y discernimiento difícilmente de entender. Se ha ganado la admiración del fútbol español y europeo desde el raíl zurdo de Mestalla y ni tiene pensado dejar pasar este tren ni lo quiere hacer con otra camiseta.
Gayà te destina a “El tango de la guardia vieja” de Arturo Pérez-Reverte. A visitar el hotel Negresco o el Café de París de Montecarlo. Una novela muy madura repleta de gestos, miradas y silencios. Donde no hay momentos de relleno, donde nada es gratuito y sí todo trepidante y agitado. Como la vida futbolística del lateral valencianista. Ha pasado desde su debut con el primer equipo ante la Llagostera en los dieciseisavos de la Copa del Rey (30-10-12) a ser pieza básica en el Valencia y en la selección española sub21 de Albert Celades en tan solo dos años. Es más, Vicente del Bosque ya tiene su nombre subrayado en rojo para ir a la absoluta. Vibrante y jadeante, sin ninguna duda.
Rufete siempre tuvo claro quién sería el inquilino de la banda izquierda del Valencia. Desde hace mucho tiempo. “El bueno es Gayà”. Así despejaba los interrogantes cada vez que se le preguntaba por la cantera. Y anduvo delicado y fino. Como el hilo de la Hamaca de Crochet. Se vendió a Juan Bernat al Bayern de Múnich y el club decidió no taparle el crecimiento con un recambio. La dirección deportiva del Valencia sabía lo que hacía. Hoy, José Luís, es una realidad. Le han bastado cinco partidos consecutivos en la élite para demostrar que su madera es más convincente que la de Paulownia, la de palisandro o la de pino. Tiene todo para ser el mejor lateral zurdo del continente.
Y lo realmente emocionante es que, si todo transcurre según lo previsto, lo será en Mestalla, vistiendo la blanquinegra. En Pedreguer, su pequeña localidad alicantina, siempre pernoctó con el escudo del Valencia en sus sabanillas y fundas, a su familia -principalmente a su papá José Luís- le costó un esfuerzo terrible lograr que el sueño de su hijo fuese una realidad. Todos los días y durante ocho años marchaban a Paterna en coche. Interminables horas que iban acompañadas de los bocadillos que le preparaba Eloisa, su mamá. Y siempre teniendo en cuenta sus estudios. Jamás los dejó al margen. Así se forjan los futbolistas cultivados, los que pueden presumir de un entorno ejemplar. En una planta baja del ‘Carrer del Princep’ de Pedreguer creció junto a su hermano Álex, cinco años mayor y también lateral izquierdo. Del Dénia. Desde la humildad y la educación comenzó a fraguarse el futbolista/persona que es hoy. Ahora todos ponen su mirada en Pedreguer, ahora sí direccionan sus ojos en Gayà. Pero José Luís es che desde la cuna. Y quiere seguir bailando en Valencia el tango de Reverte envuelto con su madurez.
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