Desembarcó en el Bernabéu con el nombre y el rostro rasgados por el aire de la Vieja Europa. Pronto se afanó en castellanizar la pronunciación de su etiqueta y en exhibir una convincente sonrisa caribeña. Meses después, pocas dudas quedan bajo la sombra de los polémicos 70 millones.
El día que James Rodríguez ametralló la puerta de la élite (para considerar élite al Mónaco, primero tendríamos que conocer la forma de su escudo), Florentino se relamía con su ansiada Décima bajo el brazo en algún lugar perdido del Mediterráneo. El rumor del asesinato charrúa pudo escucharse incluso en el yate ‘Pitina’, en cuyo interior, a esas alturas del año, se cocina igual una autopista que un fichaje. El bailoteo a modo de celebración, el cafetero ya lo llevó a cabo pensando en ligas de más enjundia que la francesa. Ahora tocaba determinar el rumbo a tomar. Es aquí donde convergen tres circunstancias clave: el hartazgo de Florentino ante el afán pedigüeño de Di María, la manía de Mendes de amontonar el 10% de cada representado y el (inusual) hecho de que James prefiera el prestigio antes que el petrodólar (o, mejor dicho, el petrorrublo).
Todos estos ingredientes, cocinados a fuego lento, componen un costoso plato de 70 millones de euros. Los madridistas se quejan del precio pero con desgana, como el que se queja del punto de la carne sin haberla probado antes. Si exceptuamos a Khedira y a Kroos, la familia merengue deja transcurrir el tedioso periodo estival entre vídeos de YouTube y artículos de Sphera, ambos con el nombre de James Rodríguez en el cabecero. El día que aterriza en Madrid, cunde el pánico. Al unísono, nos llevamos las manos a la cabeza: ya no solo el nombre, también la cara es europea. Pronto se encarga el aludido de castellanizar su etiqueta, corrigiéndonos el intuitivo «Yeims» por el ibérico «James». La segunda sospecha también es infundada, con una sonrisa de perla de Riohacha, nos descubre un rostro que nada tiene que ver con aquellos que se esconden bajo las ajadas joyas europeas.
La siguiente parada es su presentación, que da para una escena de boxeo en cualquier película de Guy Ritchie. Enfervorizados espectadores jalean sin parar al cafetero, que a estas horas ya ha ganado por KO en el terreno mercantil: tropecientas mil camisetas vendidas a pocos metros del ring, en la tienda Adidas de Padre Damián. Enfervorizados espectadores que, meses atrás, portaban camisetas de Falcao o Neymar. Enfervorizados espectadores que gritan a los cuatro vientos el primer gol de James ya de blanco. Es al Atleti y en el Bernabéu. Con un escorzo más digno del pickey Mickey O’Neil que de un bailarín latino, aloja el balón en la red sin que esto valga una Supercopa de España.
La gasolina que reposta ganando, esta vez sí, la de Europa, se agota con el mal inicio liguero del Madrid. Entonces aparecen las críticas y el viejo recordatorio (yo avisé, el solomillo estaba muy hecho). Pero entonces, el público empieza a acostumbrarse al trote del colombiano. Esa especie de trote caballeresco donde todas las partes del cuerpo se mueven de manera poco acompasada pero que, en conjunto, resultan muy elegantes. También se acostumbran a sus misiles teledirigidos, maquinados por esa pierna zocata que tantas alegrías augura. Es inevitable decir que, para siempre, esas agónicas parábolas recordarán a aquella con la que decidió el célebre Colombia-Uruguay (para algo me permití el capricho de comenzar este artículo con ella).
Ya te dije yo que este curraba más que Di María. ¿Quién es Di María? Tres meses, una contundente victoria sobre el Barça y un liderato después, la costumbre se ha convertido en necesidad y ya todo madridista que se precie reza a la virgen de los sicarios para que su asesino favorito ponga un pie sobre terreno marroquí en ese mal llamado Mundialito. Y, por detrás, con el permiso del tendón proximal de don Luka, la ilusión de que un centro del campo con Modric, Kroos, Isco y nuestro protagonista pueda formar parte de la historia balompédica. Para eso, y no para otra cosa, James dejó a un lado los beneficios fiscales monegascos. Para eso, y no para otra cosa, James se introdujo, con pausado ritmo caribeño, en la élite del fútbol.