Nací el penúltimo mes abril del siglo XIX en Dolores –irónico nombre- pero pronto me mudé junto a mis padres, de origen italiano, a Capital Federal, por lo que soy más porteño que cualquier otra cosa. Con 15 años llegué a la naciente infraestructura de San Lorenzo. Desde pequeño, con once hermanos en casa, estaba acostumbrado al trabajo en equipo, al esfuerzo colectivo y a no admitir rendición. Y allí encontré diez hermanos más con los que compartir lo mismo pero sobre el rectángulo de juego.
El amateurismo se asentaba en Argentina y con él ‘El Ciclón’. Con coraje, ilusión y entusiasmo como fundamentos, forjamos entre todos una pasión que acabaría por convertirse en centenaria y en uno de los clubes más populares del país. Ninguno de nosotros lo hubiéramos imaginado entonces.
En 1916, un año después de mi llegada y del primer ascenso a la máxima categoría del club, subí al primer equipo para debutar contra Estudiantes de La Plata, nada más y nada menos que en el partido que inauguraba nuestra nueva cancha: El Gasómetro. Tenía 17 años y las piernas me temblaban antes de pisar el irregular pasto pero asumí el reto tal y como iba a afrontar siempre mi habitual posición de half central o izquierdo. Con tesón e intrepidez. Con todo lo que tenía dentro.
Oficialmente, Boedo ni siquiera existía pero El Gasómetro ya estaba allí, como he dicho. Flamante, inmenso, imponente y sin nada que hiciese prever que décadas después iba a acabar convertido en una especie de gigantesco ultramarinos de foráneo y extraño nombre de acento francés. Qué desfachatez. Al menos, he oído recientemente con alivio, que ese mismo predio volverá a acoger un nuevo estadio para San Lorenzo. Y con el nombre de un Papa
hincha de nuestros colores. Qué cosas.
Prosigo. Yo vivía en Caballito, en la calle Beauchef, a escasos veinte minutos a pie del estadio, aunque tardaba menos de la mitad de tiempo con mi bicicleta, la cual aparcaba siempre al lado de la boletería. Por aquel entonces mi amor por San Lorenzo era ya incondicional. Era mi casa, mi familia, mi vida. El equipo a quién todo debía y gracias al que, en agosto de 1919, me convertí en el primer jugador del ‘Los Cuervos’ en jugar con el combinado nacional en un choque contra los vecinos de Uruguay en Montevideo. Pese a que nunca más volví a vestir la remera albiceleste, aquel encuentro supuso un hito personal y, modestia aparte, también para la otrora corta historia de mi querida institución.
Todo cambió, sin embargo, el 30 de julio de 1922 en la cancha de Estudiantes de Buenos Aires. Otra vez ese nombre, el de Estudiantes, se cruzaba en mi camino, como en mi debut. Era domingo y jugábamos fuera por la fecha trece del torneo. Estábamos cerca del puntero y la victoria era crucial para seguir en la pelea. Entrada ya la segunda parte, los goles no llegaban y el encuentro se había tornado bastante bronco. En un balón dividido en la medular, salté entre Cómoli y van Kammenade y recibí en un costado un fortísimo codazo. Fortuito, por supuesto, pese a que la prensa quiso vender lo contrario e, incluso, se llegó a abrir acta sumarial contra Cómoli. Fue fútbol. Solo eso.
Estaba muy dolorido. Me costó levantarme del piso y cuando finalmente lo logré, respiraba con suma dificultad y sangraba por la boca. No existía entonces el lujo de poder realizar sustituciones y ni por asomo se me pasó por la cabeza abandonar el césped y dejar a mis compañeros en inferioridad numérica, pese a su gran insistencia en que así lo hiciera. Simplemente me acerqué a la banca, agarré un pañuelo y me lo puse entre los dientes para tratar de contener la hemorragia y de mitigar el intenso dolor mientras lo mordía.
Se acercaba el final del encuentro y aquel trozo de tela estaba ya totalmente empapado en sangre. Fue entonces cuando agarré un balón por banda y, en una de mis habituales internadas por el carril zurdo, conecté un centro que acabó besando las redes tras el remate de un compañero. No pude ver quién. Tras el sobreesfuerzo me desvanecí derrotado con un solo pensamiento: qué pena que no lo hayamos marcado en El Gasómetro. El Viejo Gasómetro
para ustedes.
Me trasladaron al Hospital Ramos Mejías, en el barrio de Balvanera. Me dijeron que tenía dos costillas fracturadas y que una de ellas había penetrado en el riñón derecho, el cual hubo que extirpar. El equipo necesitaba de mis esfuerzos para escalar los puestos que nos separan de la cabeza. Sabía que con las nuevas tribunas que habíamos hechos, éramos entonces el mejor club de Buenos Aires y teníamos serias chances de campeonar. Quise levantarme pero, una vez más, no pude. Luché y creí, no obstante, siete días después, el 6 de agosto, mi cuerpo se desprendía de mí para siempre. Tenía 23 años.
Leer más: Morir de fútbol, la historia de Abdón Porte
Desde entonces me dedicó a observar. Lo primero que vi fue cómo más de 7000 hinchas me llevaron en volandas a mi verdadero hogar, El Gasómetro, y me dieron una vuelta de honor por la cancha envuelto en una bandera roja y azul como mi corazón y mi sangre, antes de trasladar mis restos fúnebres al cementerio del Oeste. Hoy conocido como el de Chacarita. Era domingo, cómo no. El día del fútbol por antonomasia. Mi día preferido de la semana.
También vi, pocas semanas más tarde, cómo aquel título finalmente se nos escapó y cómo, sin embargo, cuando mis compañeros, amigos y prácticamente hermanos lograron conquistar los dos siguientes -nuestros dos primeros campeonatos nacionales- esbocé una de las sonrisas más duraderas y sinceras de mi vida. Una sonrisa únicamente comparable a cuando he presenciado recién cómo acabamos con el manido “Club Atlético Sin Libertadores de América” que nos dedicaban desde las hinchadas de los otro cuatro grandes clubes de Argentina.
Y es que sin San Lorenzo no sé vivir y sin San Lorenzo no supe morir. No tengan duda, desde mi atalaya de cuervo vetusto que se las ha visto todas, seguiré observando cada domingo cómo mi equipo pisa el pasto para poner y entregar todo y, desde aquí, continuaré sintiendo, con profundo raigambre, que sigo formando parte de un plantel y un escudo al que nunca jamás abandoné. Ni nunca jamás abandonaré.
Por cierto, se me olvidaba. Mi nombre es Jacobo Urso y soy del Club Atlético San Lorenzo de Almagro. Hasta la muerte. Y más allá.
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