Con Isco ocurre como con los grandes actores: sus improvisaciones hacen grande al resto del reparto. El primero que lo sabe es Ancelotti, que predica con aquello del equilibrio sabiendo que, tanto en el fútbol como en la vida, el arte está en el desequilibrio. Desequilibrio. Improvisación. Isco. Que pase el siguiente.
Suena la música de la Champions y el joven Isco intuye, mirando a un lado y a otro, que los aplausos llevan acuse de recibo. Las pupilas de los aficionados se clavan en sus piernas de músculo rechoncho pero de pezuña negra mientras los berridos que llegan a sus oídos exigen mitad sacrificio mitad beso al escudo. Le importan tanto como a mí la forma de abrir el vino: el estilo depende de la compañía.
Hoy toca el Liverpool. Mucha cosa. A su lado, los jugadores se peinan con indisimulada coquetería mientras él recuerda que ha olvidado peinarse. A la vez que decide no atusarse, los veintiún jugadores restantes esperan a que el balón llegue a sus botas para que comience el partido. Pero, como ocurre con los buenos actores, se le echa en falta cuando la cámara no lo enfoca. Así que paseo por allí, traqueteo por allá. Sin rastro del malagueño.
Parafraseando al viejo versículo: se añora aquello que jamás ha sucedido pero que sabemos que va a suceder. Llámenlo nostalgia o llámenlo duende, pero a estas alturas ya todo el mundo sabe que el dorsal veintitrés es el único que puede decepcionar porque es el único del que se espera algo. Con ese balazo en el costado transcurren los minutos.
Pero el ruido depende de quien lo escucha y no de quien lo emite, por eso cuando el esférico se detiene junto a su sombra, en procesión se detienen también todos los corazones menos uno: el suyo. El tren inferior se estabiliza, como poniéndose en guardia ante lo que se avecina y solo con el control ya dice todo lo que ha callado. Los focos intentan deslumbrarlo pero desconocen que ya tiene la piel negra de mil soles benalmadenses.
El defensa duda entre sucumbir al sombrero o a la gambeta. Que decida él. A estas alturas, con fasto y pompa se han reanudado los latidos… así que con una pared magistral, quién sabe con qué jugador realizada, se limpia a dos jugadores. Dicen que hay una línea que, al sobrepasarla, ya no puedes volver atrás, y es en este punto balompédico donde nos encontramos.
Con la portería de cara, solo queda el notario por llegar. Nadie sabe si transcurren tres segundos o tres vidas pero a Isco ya le ha dado tiempo girar el pulgar, así que con parsimonia andalusí coloca un balón tan a favor de la estampida que tres o cuatro bestias se encargan de certificar de un plumazo la defunción del partido, del grupo y, si me apuran, del equipo que nunca camina solo pero sí perdido.
En un desliz imperdonable, el cámara enfoca al malagueño convencido de que ha sido el protagonista de la jugada, olvidando que en estos tiempos que corren el protagonista siempre es el último en tocar la pelota.
Quien sea el protagonista, a él le importa tanto como a mí la forma de arrojar la botella a la basura: bien o mal, el trabajo ya está hecho. La grada, ahora, vuelve a jalear un nombre. Me parece distinguir que se trata de Isco, pero prefiero detener mi atención en el hecho de que todos los jugadores se abrazan a él. Al fin y al cabo, me digo, con Isco ocurre como con los grandes actores: sus improvisaciones hacen grande al resto del reparto.
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