El lado más amargo de las grandes ligas estadounidenses son las recolocaciones. El capricho de los dueños de los equipos pude dejar a las ciudades huérfanas de deporte profesional de la noche a la mañana. Eso, literalmente, fue lo que le pasó a Baltimore en la fatídica madrugada del 28 al 29 de marzo de 1984.
La ciudad más poblada de Maryland siempre ha estado ligada al deporte: béisbol (los Baltimore Orioles, Babe Ruth, el origen de los New York Yankees…), baloncesto (entre 1963 y 1973 acogió a los Baltimore Bullets –hoy Washington Wizards–) y, por supuesto, fútbol americano.
En 1953 nacieron los Baltimore Colts, el duodécimo equipo de una NFL cada vez más consolidada. El nombre del equipo (colt significa potro en inglés) fue un homenaje a la Preakness Stakes, la mítica carrera de caballos que forma parte de la Triple Corona del turf estadounidense y que se celebra en Baltimore el tercer sábado de mayo. La nueva franquicia nació al mismo tiempo que los nuevos Orioles, y ambos equipos, siguiendo la tan habitual práctica en aquellos años, iban a compartir casa: el Memorial Stadium. Era el encanto de otra época.
Los Colts fueron uno de los cocos de la liga entre finales de los cincuenta y principios de los setenta. Como entrenadores tuvieron a los legendarios Weeb Ewbank y Don Shula. Y en el campo, Johnny Unitas, Art Donovan, Lenny Moore, Gino Marchetti… En total, dos títulos de NFL y una Super Bowl (V).
Pocos años después de ganar su primer Trofeo Vince Lombardi, el fundador y dueño de los Colts, Carroll Rosenbloom, vendió el equipo a Robert Irsay a cambio del control de Los Ángeles Rams. Con Irsay comenzó la pelea que acabaría dejando a Baltimore sin su equipo de football., porque a finales de los setenta, el nivel del equipo cayó en picado hasta tocar fondo en 1982 (0-8-1 en una temporada de nueve partidos debido a una huelga de tres meses de los jugadores). La negativa a jugar en Baltimore de John Elway, elegido con el número uno del Draft del 83 por los Colts, fue la puntilla a aquel equipo.
Nadie quería jugar allí y nadie quería ir a verles al campo. Menos afluencia de público igual a menos ingresos. ¿Qué hizo Irsay? Lo que los propietarios siempre han hecho, hacen y harán: exigir a la ciudad la construcción de un nuevo estadio bajo la amenaza de llevarse el equipo a otro sitio. No son pocas las ciudades que se niegan a gastar un solo dólar de dinero público en construir recintos deportivos de los que se benefician los dueños de los equipos. El problema es que siempre habrá otras que sí lo harán.
En mayo de 1982, Indianápolis comenzó la construcción del Hoosier Dome, un estadio con capacidad para 60.100 personas cuyo fin era albergar alguna franquicia de NFL en el futuro. Un estadio moderno y con instalaciones y accesos mucho mejores que los del Memorial. Tanto Irsay como Jerold Hoffberger, dueño de los Orioles, comenzaron a presionar para que el ayuntamiento de Baltimore construyese un complejo que recibió el nombre de Baltodome. La respuesta del alcalde William Donald Schaefer fue clara y concisa: “A menos que lo haga una empresa privada, nosotros no vamos a construirlo”. El mandamás de los Colts propuso otra alternativa (renovar el Memorial Stadium), pero ahí también pinchó en hueso. Comenzaron los flirteos con otras ciudades.
Aunque hubo muchas candidatas, Irsay tenía dos favoritas: Indianapolis y Phoenix. Con el Hoosier Dome a punto de terminarse, los rumores sobre el traslado de los Colts se volvieron aún más fuertes. “No tengo ninguna intención de mover el maldito equipo. Si lo hago, os lo diré, pero voy a seguir aquí”, señaló en enero de 1984. Pero, en marzo, la NFL aprobó la recolocación de los Colts en la ciudad que Irsay eligiera. Y aquí viene la parte rocambolesca de esta historia.
El 27 de marzo, el Gobernador de Maryland, Harry Hughes, firmó un proyecto de ley que permitía a Baltimore expropiar al equipo. Esto amedrentó a Phoenix, no así a Indianapolis. Al día siguiente, Irsay llamó al alcalde de la ciudad de Indiana, William H. Hudnut. Éste le ofreció unas condiciones acordes a sus exigencias y aceptó. Los Colts tenían que irse, y rápido, antes de que se aprobara la ley.
En cuanto terminó de hablar con Irsay, Hudnut telefoneó a su vecino, que era director de la empresa de mudanzas Mayflower Transit. Así, a las diez de la noche, quince camiones procedentes de Indy llegaron a las oficinas de los Colts. Los empleados empaquetaron las cosas y se largaron siguiendo quince rutas distintas para no levantar las sospechas de la policía. Una vez dentro del Estado Hoosier, los camiones llegaron a Indianapolis escoltados por los agentes. El 29 de marzo, la Cámara de Delegados de Maryland aprobó la expropiación, pero era demasiado tarde: ya no quedaba ni rastro de los Colts en Baltimore.
Esa huida a medianoche desató las iras de los habitantes de la ciudad. Como en las rupturas más amargas, las leyendas del equipo –Johnny Unitas a la cabeza–, no quisieron saber nada de los Indianapolis Colts. Tras una larga batalla legal (el asunto llegó incluso a la Corte Suprema de los Estados Unidos), Baltimore renunció a sus potros, no así a la NFL. Comenzó una lucha que se llevó por delante a los Cleveland Browns, pero esa es otra larga historia.
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