Volvía el Atlético de Madrid de Mónaco tras destrozar al Chelsea en la Supercopa de Europa de 2012. Apenas llevaban seis meses en el cargo, pero el grupo que habían formado Simeone, Burgos, Vercellone, Ortega y compañía acababa de poner la primera piedra de un proyecto que no tenía techo y en cuyo horizonte se vislumbraba un objetivo que cualquiera en el mundo habría tildado de locos a ese grupo de sudamericanos que sabía muy bien todo lo que iba a pasar en los siguientes años. “Y porque no han expuesto su copa, que si no…Tenía que ser como los boxeadores. Exponer el título y el que gane, que se lleve los dos. ¿Qué sentido tiene mostrar una copa si luego no te la juegas?” decía Germán Burgos, para risotada de quienes estaban en filas cercanas, en referencia a la Champions que el Chelsea había levantado pocos meses antes y que había sido presentada por su capitán en la ceremonia inaugural previa a la Supercopa.
Esa Orejona es la que Burgos mencionó la semana pasada cuando anunció que no seguía en el Atlético y que iniciaría una carrera en solitario. Un secreto a voces que más tarde o más temprano iba a llegar y que quedaba más patente aún cuando en la última renovación del cuerpo técnico, él quiso negociar por separado. Quiere ganar la Champions League como último servicio a un Atlético de Madrid que ha sido su vida y donde siempre será leyenda, aunque los partidos jugados en el Vicente Calderón no sean suficientes para darle una placa en el paseo del Metropolitano, lo del Mono como jugador son más bien intangibles sentimentales de un club que está tan dentro de su corazón como si River Plate casi natal.
Este Atlético que, sobre todo temporadas atrás, ha sido tan dominador del juego aéreo hasta ganarse el apelativo cariñoso de Atlético Aviación, tiene su origen en la pizarra del ayudante de Simeone, un estudioso metódico de la táctica y la estrategia que colecciona decenas de libros sobre jugadas ensayadas. Sin ir más lejos, cuando aterrizó en Madrid de la mano de Simeone, arrampló con una conocida librería deportiva situada en el centro de la capital.
Burgos era, y es, aún en presente, el pegamento necesario entre el Atlético y Simeone. Es la calma cuando el Cholo encoleriza y es él el propio agitador cuando Simeone dormita y hace falta un punto de locura que el excentrocampista no ve. Cuatro ojos ven más que dos y los de estos, más de 20 años juntos entre sus épocas de jugador y entrenador, se complementan a un nivel casi perfecto. “Con un gesto nos entendemos”, admitía el Mono.
Pero Burgos es puro sentimiento Atlético. Fue él quien, en la peor época histórica del club, sacó la cabeza por una alcantarilla de manera tanto metafórica como literal para devolver al Atlético a Primera División. Fue también él quien superó un cáncer de riñón y volvió más fuerte que nunca cuando eso habría retirado a más de uno. Era Burgos el carisma puro dentro y fuera del campo. Un parapenaltis con uno de los mejores mano a mano que uno recuerda. Un guardameta que paraba un balón sencillo, buscaba el pilotito rojo de la cámara que le enfocaba, y saludaba a la afición que veía el partido desde sus casas (¿Cuántas veces habrá repetido mi hermana esa imagen en la arena de la playa?). El tipo capaz de detener un balón con el codo, colgarse del larguero con los pies cual murciélago (o cual Mono) o detener una pena máxima jugándose la nariz.
Fue Burgos el que antepuso el bien del equipo a su propia salud. “Cuando me dijeron que tenía cáncer dije, pues me opero el lunes, que este domingo tengo partido”. También en un duelo de Copa del Rey, un año después, frente al Sevilla. Lesionado de una pierna y con los siguientes tres porteros también fuera de combate, el Mono se puso bajo los palos para que la presión no recayera en el entonces suplente del juvenil, un Pichu Cuéllar que tenía 19 años y al que un partido tan complicado le podría haber pesado demasiado en el currículum.
Es Burgos el tipo que, un día en la Ciudad Deportiva rojiblanca, trató a mi familia como si la conociera de toda la vida y se ganó el cariño de mi madre (pura nulidad absoluta sobre fútbol) y terminó de encandilar a mi hermana, que le tuvo como ídolo desde el primer día que se calzó la rojiblanca y se caló esa gorra roja tan típica suya como la de llevar pantalones largos y medias por encima hasta que LaLiga se lo prohibió. Ese que siempre tenía una sonrisa para un aficionado y un buen gesto para un compañero de profesión o un periodista que se le acercaba.
Aquel que, tras ser el portero titular de todo el ciclo Bielsa con Argentina y cosechar unos resultados impecables, no puso el grito en el cielo, y motivos tenía, cuando el Loco decidió que no iba a ser el portero titular en el Mundial pese a que con él bajo palos Argentina había cosechado los mejores resultados históricos de la selección en una clasificación.
El Mono, uno de los tipos que más respeto me genera y que, en esa colección de camisetas interminables que posee y que intercambia con sus aficionados, siempre he querido escribirle para poder tener yo una suya y él una mía, pero nunca le he echado valor para hacerlo. Es una raya del escudo. Es una flor del ramo del córner y es un rugido de una tarde de primavera en el Vicente Calderón. Germán Burgos es parte del Atlético de Madrid. Es un hasta luego, nunca un adiós.
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