Imagino que ser padre es complicado. Especialmente cuando quieres que tu hijo sea lo que tú nunca fuiste. Ayer me crucé con uno de aquellos progenitores que actúan de representante en alevines. Jugando en la última categoría. Cada vez que el papá hablaba, descontento por el intento del entrenador de ser paciente con un crío que acaba de empezar a jugar a fútbol, arrancaba su frase con la misma muletilla: “Yo hablo en nombre de mi hijo”.
No hay nada peor que tratar de corregir todos tus traumas a partir de un chaval de 11 años. Da la sensación, desde fuera, que algunos padres sueñan con ser como el de Neymar. Y solo existe uno: Neymar sénior. Algunos entrenan a sus hijos desde bien pequeños para tener una jubilación como la del gran Gatsby. Solo que más felices, con reservados en las mejores discotecas del mundo, con avión privado y con zona VIP en cada estadio que pisen. Complicado.
Suelo pasearme por muchos partidos de fútbol base. Mi conclusión, casi siempre, es que si tuviera un hijo me encantaría que decidiera no jugar al fútbol. Y lo dice un gran amante del balompié que lleva dos décadas relacionado con el deporte. En los campos municipales, cada día, desde entrenamientos a partidos, suelen suceder una serie de acontecimientos estomagantes que no se asemejan con el amateurismo que viven.
Hay gente capaz de insultar a un árbitro por su trabajo en un partido de niños de 6 y 7 años. Igual el próximo contrato del crío depende de ese resultado y por eso hay que presionar al colegiado. Si seguimos conformando una sociedad en la que no se juzga a los violentos que pueblan nuestro fútbol base no nos podremos llevar las manos a la cabeza cuando suceda algo grave en los estadios de primera división. Es lo que acontece cuando no solucionas el problema de fondo. Aunque, por supuesto, hablo en mi nombre. Nunca en el de mi hijo.
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