Recuerdo cafés con sabor amargo a soledad, maldiciendo al camarero por dibujar un corazón en la espuma sin ninguna maldad, con la mirada en el fondo de la taza y la falsa esperanza de encontrar las respuestas a las preguntas que nunca me atreví a formular. Recuerdo melancólicas mañanas de domingo en las que nunca desee despertar, amaneciendo con la fría compañía que aporta la soledad, porque lo importante es con qué personas eres, y no con cuántas estás.
Tengo 27 años y todavía me ilusiono con la Navidad. La cara de felicidad en los niños cuando intuyen a los Reyes pasar, y la satisfacción de sus abuelos conscientes de que, después de una pandemia mundial, este año, al fin, los pueden volver a abrazar. Las parejas caminando de la mano bajo las luces, ignorando a sus miedos atrás, porque en ese mismo instante, el tiempo se detiene y ya no importa nada más.
Como decía Jabois. El tiempo demuestra todo lo que hay que sobrevivir para seguir siendo pasado.
Me gustan las costumbres. Acostumbro a vestirme en el tiempo que tarda el Cola Cao en calentarse en el microondas. Es como una competición. Solo estamos el microondas y yo. Y ríete tú de la rivalidad en un Boca – River. No hay una mañana que no aplaste a ese aparato. También me gusta ganar al coche de al lado en la autovía. Me siento mal si no lo hago. A lo mejor no conducimos al mismo sitio, probablemente no nos volvamos a cruzar jamás, pero en ese momento somos Verstappen y Hamilton en la última curva de Interlagos. Antes me sancionan que dejarme adelantar por ese individuo. Tengo una regla no escrita en el trabajo. Hay que tomar el café justo cuando he cumplido la mitad de horas. Puede que no sirva absolutamente para nada, pero mentalmente las horas después del café corren más deprisa.
Dejando de lado este tipo de chorradas que me definen como lo que soy, un auténtico idiota, me hace muy feliz quedar con la gente que quiero los mismos días cada semana. Y si las circunstancias lo permiten, más, incluso. Hasta madrugar es menos madrugar si sabes que verás ese día a las personas que comparten tu rutina, que se preocupan por ti, que ordenan tu caos. No podemos obligarnos a que no nos aburra el trabajo, a no odiar los lunes, a que no nos deprima la lluvia o que nos agobie el despertador. Pocas cosas me dan más asco que la alarma predeterminada del iPhone y ya ves, me acompaña cada mañana desde hace tanto tiempo que ni recuerdo. Y no parece que vaya a cambiar, por ahora. Pero podemos elegir con qué personas quejarnos de las nimiedades de la rutina.
Como decía el zorro de ‘El Principito’. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres.
Y aquí me encuentro. Un martes por la noche tratando de dedicar unas líneas al adiós de Valentino Rossi de MotoGP. Casi 500 palabras y no fui capaz de mencionarlo hasta ahora. No he aludido a ninguna de sus 115 victorias, pero aprovecho para decir que, para mí, Welkom 2004 siempre será especial. Porque ahí conoció al amor verdadero. Tampoco he citado ninguno de sus nueve Campeonatos del Mundo, pero aprovecho para recordar el de 2009 con la celebración de la gallina como el que más disfruté. Tampoco quise acordarme de los malos momentos. De la caída en Mugello en 2010 donde se fracturó la tibia ni, por supuesto, todo lo referente a lo sucedido entre Sepang y Valencia, en 2015. No pretendo hablar sobre el Valentino deportista. Porque sigue doliendo.
Sé que para mucha gente es difícil de comprender el vínculo que desarrollas con un famoso que se convierte en tu ídolo. Sé que para mucha gente somos unos completos imbéciles los que dedicamos muchas horas -y dinero- a seguir a un famoso que, en el mejor de los casos, ni sabe que existimos. Sea un deportista, un actor, un músico. Eso no importa. Aunque, para ser honestos, no pretendo que nadie me comprenda y me importan 46 millones de mierdas las personas que no quieran ni puedan comprenderme.
Como le dice Homer Simpson a Marge. En la vida solo he conocido un buen profesor, que es el amor, y me ha enseñado que donde estés tú, estará mi corazón.
Hice un esfuerzo para que no se me cayese ninguna lágrima el pasado domingo. Lágrimas de felicidad. Ahora Valentino va a ser padre y va a comenzar una nueva vida lejos de su Yamaha. Y no es peor, ni mejor. Es diferente. No tenemos que llorar porque se ha terminado, sino sonreír porque ha sucedido. Casi 800 palabras y no he aportado ni un solo argumento sobre por qué creo que Valentino Rossi es el más grande de la historia de MotoGP. Porque ese es mi argumento más poderoso. Y ese creo que es su mayor legado. Que un chaval de Cantabria se despierte cada domingo, desde que vi su primera carrera en el año 2003, con resaca, sin ella, siendo inmensamente feliz, o sumido en una profunda depresión, dependiendo del momento que atraviese en mi vida; sabiendo que, a las 14:00 horas, corre Valentino Rossi.
Y soy feliz. Porque sé que habrá malos días en los que quiera matar al camarero por dibujarme el corazón en el café, porque seguiré como un bobo sintiendo nervios en el estómago la noche de Navidad y retando al microondas cada mañana. Porque seguiré emocionándome con ‘El Principito’ y riendo con Los Simpsons. Porque seguiré buscando motivos para querer despertar cada domingo, aunque ya no será nunca más un domingo en el que corre Valentino Rossi.
Soy feliz porque siempre terminamos encontrando un motivo para sonreír. Como dice Kiko Veneno. Todos los minutos que pases sin amor en tu vida no vale pa’ na.
Soy feliz. Porque tengo claro que, por muy negro que parezca el cielo, al final, siempre, vuelve a salir el sol.
Porque hay personas que nos salvan.
Y a todas ellas, gracias.
De corazón.
Imagen de cabecera: Getty Images
1994. Tanos, Cantabria. Estudiante de periodismo. @SpheraSports y @FCBsphera “Esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al fin del partido”.
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