El árbitro nos había reunido a los dos capitanes. Era un sábado de invierno por la mañana, un partido entre cadetes, y diluviaba por castigo. El colegiado se acercó a nosotros, de alguna forma como portavoces de nuestros compañeros, y nos preguntó: «¿Suspendemos el partido?». Cuando levanté la vista y reparé en los surcos inundados de agua y lodo que desfiguraban el aspecto normal del campo estuve a punto de preguntarle si en realidad se refería a la posibilidad de evacuar cuanto antes aquella zona y esperar a que el Gobierno la declarase zona catastrófica. Creí que el debate debía girar en torno a esas consideraciones.
El partido se suspendió. Por supuesto. Y se aplazó sine die, hasta una fecha indeterminada entre semana. Pero tan sólo la duda de suspender o no un partido en el que ni siquiera se reconocían las líneas del campo y la tierra se sedimentaba hasta formar ligeras elevaciones era algo, visto hoy con perspectiva, admirable. Nada hay más impracticable que un campo de tierra embarrado y deformado, pero algunas generaciones nos dejamos allí sin rechistar buena parte de nuestra infancia. Y de nuestra epidermis.
La imagen de un campo de tierra debe estar unida, casi por imperativo legal, a un balón Mikasa. Con pentágonos blancos y triángulos negros o rojos, a la vanguardia del diseño. La marca japonesa que fabrica estos balones tiene su sede en Japón, concretamente en Hiroshima. Me cuadra. En ese artefacto esférico, construido bajo los designios de Satán, he dejado esguinces para poder elevarlo. Y neuronas para intentar golpear de cabeza. Podría decirse que Mikasa me ha convertido en quien ahora soy.
Mi recuerdo preferido son aquellos días de frío intenso en Madrid, acompañados de algo de lluvia, con balones recubiertos de una capa de granos de tierra, convertidos en astillas. A algunos locos nos llamaba la atención ser defensa. Por aquel entonces nos los imaginábamos como tipos aguerridos, sudorosos y con botas negras, entre el deportista y el expresidiario. El punto necesario de rebeldía en la infancia te llevaba a elegir esa posición. Hasta que un Mikasa, con astillas de arena, en un día frío y lluvioso, te impactaba en tu muslo desnudo. Aún puedo recordar lo que sucedía después…
Porque sí, era todo muy duro. En mi rótula habita una zona circular, de color rosado, casi inerte, donde ya no crece nada. Atestigua el paso de una época de penurias, de sangre, dolor y picor. La herida se reproducía siempre en la misma ubicación, como un ritual. Tampoco eran menos duros los días de fútbol de calor asfixiante, con un polvo irrespirable de tierra seca. Exigía unos pulmones de acero, pero te curtía. También la dirección indescifrable que tomaba la pelota cuando botaba en el campo. O lo complicado que era dar unos cuantos pases sin que el balón brincara de un lado a otro.
Manejo la teoría de que cada generación opta por atribuirse un aspecto desfavorable de su vida pasada para echárselo en cara a la generación posterior y hacerle ver que no vive tan mal. Mi abuelo advertía a mi padre que durante la guerra no tenían para comer, así que debía dar gracias por no vivir tan mal como ahora, donde no falta la comida. Mi padre me relató aventuras de la mili obligatoria, así que debo celebrar que mis tiempos actuales no son tan malos. Y yo contaré a mis hijos y a mis nietos, que crecerán entre campos de hierba artificial de última generación, antiquemaduras y antitodo, cómo sufrí las dramáticas consecuencias de los campos de tierra.
Todavía quedan muchos campos de tierra, aunque son los menos. Resisten al progreso de los tiempos. Pero, de alguna forma, constituyen los últimos reductos de un fútbol donde no se especula, donde no cabe el negocio ni las malas artes. Ahora más que nunca toca reivindicarlo. Recordar el pasado de los campos de tierra te reconcilia con el fútbol y, de alguna manera, de inmuniza frente a los golfos.
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