Hubo una etapa de mi vida, entre los 19 y los 26 años, en la que cada verano me reservaba una semanita a principios de julio para irme a Ibiza de vacaciones. Las pretemporadas de equipos medianamente serios comenzaban la tercera semana de julio, así que el tiempo se convertía en un bien muy escaso para mí. El primer año fui con una novia que tenía por aquel entonces. Aún no sé muy bien cómo, encontramos un hostal con baño compartido con otras tres habitaciones y alquilamos una moto para recorrer la isla de lado lado. Lo pasamos realmente bien. Sin embargo, esa relación de dos personas tan jóvenes y con ganas de comerse el mundo tenía fecha de caducidad. Sin dejar muchos pedazos por el camino, a ser posible. Los siguientes veranos me fui con amigos. Recuerdo el de 2006, en pleno Mundial de Alemania. Fue una tarea titánica compaginar partidos, playas, cenas y noches de fiesta. Hubo una noche especialmente conflictiva: la de los cuartos de final entre Francia y Brasil. Era una de nuestras últimas noches y había que decidir si nos quedábamos en el apartamento a ver el partido o salíamos a cenar fuera. Optamos por la primera opción, rezando para que no hubiera prórroga. 30 minutos en Ibiza en julio es mucho tiempo perdido. Después del partido que se llevaron los franceses salimos dispuestos a comernos la noche a bocados. Porque, recordad, teníamos veintipocos años y era una noche de julio en Ibiza. De hecho, ahora que tengo 36 y echo la vista atrás, me doy cuenta de que casi cada verano he ido a la isla.
El año pasado, ya en septiembre, nos llevamos a la pequeña de la casa, que no había cumplido aún el año, a un hotel delante del mar con tres piscinas, régimen de todo incluido y promesas de una semana tranquila sin fútbol ni obligaciones. Con la niña dormida en el carrito, bien avanzada la mañana, me acerqué al bar a pedir un par de vermuts para llevar a las hamacas. Mientras esperaba, me quedé mirando a la piscina principal. Allí había dos padres con sus hijos, haciendo arabescos para que sus retoños aprendieran a nadar. Uno de ellos, más intensito, no dejaba maniobrar al niño. Le asía del brazo constantemente, lo que acabó desmotivando a su retoño. El ‘efecto flotador’ eliminó cualquier estímulo para el principiante, haciéndole perder el interés. El otro, más intuitivo, dejaba libertad y solamente intervenía en situaciones de urgencia, después de tres segundos del niño con la cabeza bajo el agua. Después de un rato, el segundo aprendiz de nadador se empezó a desenvolver con autonomía, siempre cerca del bordillo de la piscina. Un ‘efecto salvavidas’, interviniendo solo en situaciones extremas, desarrolló las habilidades del segundo zagal.
Siempre he mirado con recelo el vídeoarbitraje. Quizá soy ya un señor mayor, pero desde antes de que se implantara me ha generado muchas dudas. Le veo un sentido claro para acciones objetivas (goles fantasmas o fueras de juego reales) o agresiones que los árbitros no ven y el Gran Hermano sí capta con las cámaras. Para el resto de jugadas que el árbitro de campo ya ha visto y juzgado en directo, a mí no me convence su aplicación. En primer lugar, porque el fútbol hay que sentirlo y las jugadas en directo se miden con mejor sensibilidad. La velocidad, la trayectoria y la intencionalidad de cada acción se juzgan in situ. Las jugadas vistas en el monitor, a velocidad súper lenta, rebobinadas hacia adelanta y hacia atrás hasta dejarlas congeladas en un frame, están fuera del contexto del juego. Acciones vivas llevadas a un laboratorio donde explorar con microscopio.
Desde mi punto de vista, cualquier avance en el fútbol debe ir acompañado de una garantía de preservar el espíritu del juego, en ningún caso ir contra la naturaleza del mismo. El pasado sábado en Almería se vivió algo que atenta directamente contra la naturaleza de este fantástico deporte. Sobre el cuarto de hora de partido, Rubén Pérez, va al suelo a la disputa del balón y se va deslizando hasta impactar con la pierna levantada en un rival. En primera instancia, el colegiado pita falta y amarilla porque así sintió esa jugada. Pudo haberla sentido como roja en directo, pero no. Enseñó amarilla. Entonces entró el VAR, ese elemento ajeno al juego que avisó al colegiado de que quizá era acción de expulsión. El árbitro, obediente, fue al monitor y rectificó. El Leganés con uno menos desde el minuto 15 de partido. Jugada rearbitrada.
Ya en la segunda parte, Sadiq entra en el área como un misil y Omeruo se mete en su camino. Una acción susceptible de penalti, pero el colegiado no lo sintió así. A seguir.
El Almería consiguió el 1 a 0 en el minuto 92 y ya en el 94, habiéndose añadido tres minutos, llegó la jugada incendiaria. Un balón al área que Maras despeja y Bustinza quiere disputar llegando tarde. El árbitro lee que Bustinza llega tarde y pita falta en ataque. Lo está viendo en directo, sobre el césped, con la vibración de estar presenciando algo vivo. Entonces aparece el VAR, para rearbitrar otra acción. Para desautorizar a un árbitro que, en vista del aviso, duda de su decisión y acaba pitando penalti reinterpretando la jugada en frío desde el monitor.
Entonces vuelven a mi cabeza los dos padres en la piscina de Ibiza. Uno, siguiendo el espíritu del natural desarrrollo de su hijo, deja que fluya y solo saca el brazo para sujetar al niño cuando está en situación extrema. Y el otro, constantemente encima del pequeño, monitorizando cada movimiento, evitando un natural desarrollo de su evolución.
Por favor, dejemos que el balón fluya de manera natural, interviniendo solo en situaciones flagrantes. A mí dame chalecos salvavidas cuando se necesiten, no flotadores en la cintura todo el tiempo. Dicho esto, preveo que mi hija me mandará a freír espárragos cuando vea que muestro intensidad cholista en la piscina con ella. La niña tiene carácter. Como debe ser.
Imagen de cabecera: ImagoImages
Sabadell, 1984. Futbolista, colaborador en varios medios de comunicación como beIN Sports, Radio Marca o diari ARA. Analista de fútbol africano y 6 veces internacional absoluto con la Selección de Guinea Ecuatorial.
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