En medio de la noche china un dragón suelta fuego de su raqueta. Incombustible. Certero. Eterno. Al otro lado, vendado de su maltrecha rodilla, otro se pelea consigo mismo. Tras Nueva York, Pekín y la semana en Shanghái, Nadal es desconectado por una tercera juventud que añora una infancia tenística como mejor de los sueños.
Federer es un rayo que parte en dos la racha victoriosa del mallorquín en el interior de la flor del Qi Zhong y marchita el tenis que sentenció a Anderson y Kyrgios en anteriores plazas.
El suizo se encarama a la línea y no la suelta. La ningunea doblándola a su antojo para destapar derechas que son cañonazos de otra época. Rafa intenta reconvertir sus opciones pero Federer hace de su saque un precipicio abocado.
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Los vaivenes de la semana son sendero recto en la Final. Sin pérdida. Con clarividencia. Roger afirma que a sus 36 ve la vida de otra manera. No se niega a seguir queriendo. Sí lo hace a perder la voluntad de superarse. Quiere continuar deleitando otra jornada donde la raqueta abrocha como guante en mano.
El tifón cala a Nadal que se ve desbordado y sin tiempo de reacción. Federer le imprime al partido una marcha imposible. Carburar el motor lo sobrecalienta antes de empezar. Para entonces, el helvético ya ha puesto tierra de por medio.
Rafa no encuentra solución. Porque hay preguntas que no tienen respuesta clara. Ver enfrente a este Federer es una de ellas. Empatados a títulos en 2017, el de Basilea firma su quinta victoria consecutiva ante su bestia negra años atrás. La Historia al revés.
Pero esa es la magia de esta rivalidad. Eso es lo inexplicable de un motor que le da vida tenística a medio mundo. Porque aquello que es difícil de explicar con palabras es único. Y estos dos genios, por los valores humanos y deportivos que trasmiten, lo son.
En Shanghái, la Historia afina su prosa. Los poetas de otro tiempo son un flashback que refresca los recuerdos aparentemente olvidados.
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