Eyjafjallajökull. No, no me he equivocado. No he escrito lo primero que se me ha venido a la mente, al azar. No le he pegado un cabezazo al portátil en busca de apaciguar el aburrimiento. Es el nombre de un volcán, literal, que se convirtió en el mayor dolor de cabeza del FC Barcelona de Pep Guardiola en la previa de las semifinales de Champions League del 2010, ante el Inter de José Mourinho. Aquellas eran Champions picantonas; cargadas de un punto de locura, pasión y nervios. Qué competición. El Inter, tras un viaje de los catalanes en autobús a causa de la erupción del volcán, consiguió llevarse un gran resultado al feudo culé en un duelo rebosante de polémica. Lo normal.
Los italianos vencieron 3-1 tras remontar el tanto inicial de Pedro con un último gol muy discutido, el de Diego Milito, en claro fuera de juego. El colegiado de aquel partido, Olegario Benquerença, era amigo del técnico luso. O eso decían. Y con un tanto en posición irregular poseían una ventaja clave para que las suposiciones se dispararan. Ya daba igual.
La vuelta se anticipaba movida, atractivísima por lo que rodeaba el choque dentro y fuera del verde. Los nerazzurro plantearon un choque inmovilista, defensivo, cerrando pasillos interiores y creando un embudo a Lionel Messi. A los de Guardiola les costó superar el muro visitante con Ibrahimovic jugando de 9 ante su antiguo equipo. Tras la injusta expulsión de Motta, por un supuesto codazo a Busquets, el sueco charlaba con Guardiola. Discutían cómo romper ese muro interista que parecía resquebrajarse con la inferioridad. Por allí apareció Mourinho, espetándole algo en el oído, dejando una imagen icónica, con Guardiola callado, pensativo, después de lo que le soltó su homólogo.«No os lo vamos a poner fácil».
Los minutos pasaban y los anfitriones no encontraban el camino. Eto’o se puso de lateral sumándose a la causa de un conjunto que, ni más ni menos, comandaban Sneijder, Lucio, Milito y Materazzi. Solo Piqué pudo romper los esquemas antes de que Bojan hiciera explotar el coliseo azulgrana con un zapatazo a la escuadra. Solo había un impedimento. La bandera del linier. Fue una de las últimas ocasiones del Barça, que murió en la orilla ante un Inter que se veía capaz de achicar arena en la playa. El árbitro pitó y Mourinho solo pudo correr con los brazos en alto. Le pitaron. Él miraba a alguien. Los aspersores saltaron. Y el Inter se encaminaba, después de aquel 28 de abril de 2010, a su segunda Champions de su historia. “Aún van a decir que tengo un amigo en el volcán y he sido yo quien ha provocado su erupción”, soltó Mourinho. Nadie le iba a poder privar de su triplete.