Siempre fui un buen estudiante. De hecho, durante toda mi etapa de E.S.O. y Bachillerato, salvo algún pequeño traspiés puntual en matemáticas, no recuerdo haber suspendido ni un solo examen. No es que mi aplicación a las tareas escolares fuera exhaustiva, pero sí que me gustaba llegar preparado a las evaluaciones. Intentaba no abandonar ninguna clase sin haber entendido la mayoría de conceptos que se exponían allí. «Si he de estar aquí encerrado en clase, por lo menos voy a sacarle provecho para ahorrarme tiempo después», solía pensar.
Con esas ideas bien estructuradas en la cabeza, repasaba los libros de texto y los apuntes para hacerme unos esquemas claros y concisos en unas hojas que doblaba por la mitad. Los pilares básicos de la materia que tenía entre manos. Nada de artificios ni florituras: el esqueleto debía estar bien definido. El resto, el adorno y la conexión entre las distintas ideas, ya lo desarrollaría después sobre el papel a la hora de verdad. Una fórmula que me acompañó durante toda mi etapa formativa.
En mi clase del colegio había un chico llamado Guillem. Un hincha irreductible del RCD Espanyol. Los lunes por la mañana solíamos comentar la jornada del fin de semana. Un día, en tercero o cuarto de EGB, me enseñó una idea revolucionaria que había pensado. Se trataba de darle una puntuación del 1 al 10 a cada jugador de La Liga según su nivel, hacer un sorteo con otros de la clase de tal manera que le quedara un equipo aleatorio, sumarle puntuación del 1 al 5 por su actuación del fin de semana y, tirando un dado, tenías el valor de ese jugador cada jornada. Con esas variables debíamos competir entre nosotros cada lunes. Por supuesto, Jordi Lardín tenía una puntuación de 9 y sus partidos casi siempre eran de 5. Eso era lo único constante del juego.
Pues bien, Guillem era uno de esos niños que convivía con el sobresaliente cómodamente. Solo necesitaba escuchar en clase 5 o 10 minutos para absorber todo el conocimiento. Jamás se le vio apurado por unos deberes o por un examen importante que estaba por llegar. Solía decir que tampoco era tan difícil, que por qué tanto jaleo con el tema 8 de Historia. Entonces, en tres minutos te hacía el resumen de la Segunda Guerra Mundial de manera sencilla, hilando batallas, nombrando Generales y quemando etapas hasta la rendición alemana en 1945.
Una capacidad innata para simplificar asuntos altamente complejos. Lo que suponía un puzzle inabarcable para la mayoría, resultaba una combinación simple para Guillem.
El pasado viernes, mientras comentaba el Betis – Levante en Gol, me acordé de Guillem. Sobre la hora de partido, Nabil Fekir recibió un balón de espaldas en el centro del campo. En un golpe de cadera salvaje, cambió de dirección para dejar atrás a un rival, arrancó en velocidad y dribló a tres defensores granota más con una facilidad insultante y ahí, ante, Aitor Fernández, definió con la pierna derecha para marcar el 1-0. Una exhibición de calidad y potencia que pareció sencilla. Un alarde de inspiración para ponerle broche a un momento de forma sensacional. Puro talento. Kilos de calidad.
Los jugadores como Fekir siempre son mirados con lupa. Se le pide a esa zurda de seda que haga diabluras en cada partido. Muchos exigen que Fekir tenga una disciplina militar y que sea regular en todas sus actuaciones. Como si la calidad pudiera dosificarse en cápsulas del mismo tamaño para sacarla cuando a uno le viene bien. Como si le hubieran a Miguel Ángel o a Dalí que entraran a una cadena de montaje de esculturas y lienzos por colorear en turno de mañana. A los centrocampistas destructores que se tiran al suelo y hacen faltas tácticas no se les pide que den tres pases buenos consecutivos. Se entiende que lo suyo es destruir. Sin embargo, a los futbolistas diferentes como Nabil, se le exige que invente jugadas de fantasía cada partido y que además, se aplique con entusiasmo en las tareas de presión y ayudas defensivas. Siempre tienen que demostrar algo. El talento bajo sospecha.
Muchos profesores insistían a Guillem que debía ser más riguroso en el día a día. Que, además de talento, se necesita disciplina marcial en la vida. Alababan al asiduo al suspenso cuando rascaba un aprobado. Sin embargo, exigían la máxima nota a Guillem, que solía exhibirse en las demostraciones en clase o en los exámenes más complejos como respuesta. Dejando claro que su mejor nivel lo daba frente a los retos más complicados. Ahora que el Betis está empatado con la Real Sociedad en la quinta plaza y las perspectivas son más ilusionantes que nunca en el equipo verdiblanco, Nabil Fekir ha sacado a relucir su mejor repertorio de regates, fintas, cambios de ritmo y disparos a portería. Liderazgo puro. A pesar del recelo que sigue despertando entre muchos aficionados al fútbol, el zurdo mediapunta bético levanta del asiento a los que aprecian la calidad. Algunos se enfadan porque se ha equivocado en un mal disparo con la derecha, otros disfrutamos de su talento desbordante, cada vez más escaso en nuestro fútbol.
Ahora que se cumple un año desde que Guillem nos dejó, aprecio más esa capacidad que tienen algunas personas de encontrar soluciones simples a situaciones complejas. Personas que son puro talento. Gente extraordinaria, sin mayor afán que disfrutar de lo que hace. Y Guillem, allá donde esté, debe comentar con alguien cómo ha ido la jornada, el último regate de Fekir y las opciones de que su Espanyol regrese a primera cuanto antes.
Imagen de cabecera: Antonio Pozo, Imago.
Sabadell, 1984. Futbolista, colaborador en varios medios de comunicación como beIN Sports, Radio Marca o diari ARA. Analista de fútbol africano y 6 veces internacional absoluto con la Selección de Guinea Ecuatorial.
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