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Fútbol Internacional

El orgullo de un hijo

Matías Vecino siempre soñó con jugar en un grande. Nació en San Jacinto, a apenas 50 kilómetros de Montevideo y en su cabeza siempre estuvo ser uno de esos muchachos aguerridos que, vestidos de celeste, llaman la atención del mundo entero. Uruguay, país de apenas tres millones de habitantes, es una fábrica de talentos descomunales y de máquinas de competir en eso del balón.

La pasión la heredó de su padre Mario, su héroe, su inspiración, ese modelo en el que mirarse y que se marchó demasiado pronto. Mario Vecino, ex futbolista, se ganaba la vida y el pan de los suyos como repartidor para una fábrica de productos lácteos. Una tarde, cuando Matías tenía 14 años, Mario salió a repartir y no volvió. Su camión sufrió un problema que se tradujo en un accidente de tráfico mortal. A Matías le tocó la difícil tarea de llevar dinero a casa en plena infancia.

Matías, entonces, se prometió triunfar para sacar a su familia adelante, para cumplir el sueño de su progenitor, que había sido un buen proyecto de futbolista en Liverpool (de Uruguay) y que lo dejó todo para dedicarse en cuerpo y alma a los tres hijos que había dado a luz su mujer. Desde su muerte, el estadio de San Jacinto lleva oficialmente el nombre de Mario Vecino. Todo un honor.

En distintas combinaciones de transporte, Matías recorría en solitario a diario los 16 kilómetros desde su casa hasta el campo de entrenamiento de Central Español, equipo que le había echado el ojo tras haberle visto en el San Jacinto. Pronto quemó etapas, jugó para la selección Sub20 e incluso llegó al Sudamericano de la categoría, donde un tanto suyo devolvió a Uruguay a los JJOO 84 años después.

Tras un buen año en Nacional dio el salto a Europa. Apenas tenía 21 años pero la Fiorentina de Montella decidió firmarle. Lo que le siguió fue un carrusel de cesiones e irregularidades. Vecino, nada definido como futbolista, tenía unas condiciones bárbaras, pero le costó la adaptación a Europa porque cada entrenador con el que dio le pedía una cosa. Era un jugador con buena salida de balón y con llegada para jugar detrás de un delantero, por lo que la cantidad de registros diferentes que poseía le hacía no brillar en ninguno en concreto.

Se fue cedido primero al Cagliari, donde entró poco porque llegó en enero y porque su competencia era el jugador franquicia del equipo, un Nainggolan con el que luego se volvería a encontrar en Milán. De ahí, pasó al Empoli, un equipo que vive siempre en el alambre, un ascensor entre la Serie A y la B. Bajo el mando de Sarri, Vecino explotó como un jugador de ida y vuelta, un buen llegador que nada tiene que ver con el pivote que es hoy.

Tras año y medio de turismo por Italia, Vecino volvió a Florencia, donde un nuevo sheriff había llegado. Montella abandonó el equipo y Paulo Sousa cogió los mandos. El portugués reconvirtió a Vecino en pivote y empezó a brillar. Tanto, que nadie se explicaba por qué aún, a sus entonces 24 años y siendo un jugador capital en un gran equipo de la Serie A, a Tabárez no le había llamado tanto la atención para jugar con la celeste.

Antonio Conte, que tonto no es, se informó sobre su doble nacionalidad y sobre la posibilidad de que vistiera la camiseta de Italia. Pero Vecino, que se lo pensó, porque esas cosas no se pueden rechazar a la ligera, se lo había prometido a sí mismo: jugar en Uruguay por su padre.

Y por eso, no recibir la llamada le estaba matando. Como le ha pasado recientemente a Lucas Torreira, parece que el cuerpo técnico del seleccionador tiene serios apuros para confiar en muchachos que no hayan destacado durante un tiempo en la propia Uruguay. “¿Cómo puede ser que no te llamen en la selección?”, le preguntaba Sarri cuando le tenía a sus órdenes. Un Sarri que, por cierto, trató de firmarle cuando se sentó en el banquillo del Nápoles.

Su tortura acabó en mayo de 2016. Tabárez le llamó y desde entonces es un fijo. Ha jugado más de 40 partidos en poco más de tres años con la celeste, además del pasado Mundial y la Copa América Centenario. Eso catapultó definitivamente su carrera. El verano de 2017, el Inter de Milán le fichó por 24 millones de euros. Y fue cuando, por fin en uno de los grandes e indiscutible con Uruguay, Matías llamó a su madre por teléfono en una conversación que apenas fue un monólogo de una frase pues ella no supo contestar: “Mamá, ¿Qué diría papá si me viera ahora?”.

Vecino, ahora de 28 años, está en plenitud en su carrera. Es uno de los veteranos y pieza clave en el modelo de transición de Uruguay para todo lo que viene, con jóvenes como Valverde, Torreira, Nández, De la Cruz o Sanabria apuntando mucho, pidiendo sitio, teniendo galones y siendo el futuro de la década del país. Está en el momento de ser mentor de los más jóvenes y recoger el testigo de los galones, esos que siempre le ha gustado poseer.

Esta temporada, Conte ha podido al fin tenerle a sus órdenes. Fracasó intentando convencerle para su fichaje en la azzurra, pero no ha dudado en contar con él como pieza clave para el mejor Inter de Milán de los últimos años. El uruguayo, que sufrió problemas musculares a principio de temporada, al fin ha encontrado regularidad, y con él, el equipo milanés la estabilidad necesaria para poder mirarse de tú a tú a la Juventus tras casi una década de sinsabores. Y es que Matías, a sus 28 años, ha vivido ya media vida sin aquel que fue su ejemplo. Y todos los éxitos que consigue, llevan la firma de su progenitor. En el nombre del padre.

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