Galia Dvorak estaba destinada a ser jugadora de ping pong desde que nació. Sus padres eran jugadores profesionales, pero no unos cualquiera: ambos eran miembros de la selección de tenis de mesa de la Unión Soviética. Su padre, ucraniano, fue tercero del mundo por equipos. Su madre, kazaja (de etnia tártara), campeona de Europa juvenil. A ellos se debe también que con tan solo dos años Galia dejara su Kiev natal y aterrizase en España, solo tres años después del desastre de Chernóbil. De un equipo a otro, la pequeña familia cruzó España varias veces (Granada-Terrassa-Valladolid) hasta instalarse definitivamente en Mataró.
Siendo todavía una niña (7 años), Galia empezó a entrenar dos horas al día, con sus padres turnándose en las labores técnicas. “No me obligaron, pero reconozcámoslo, hubiese sido muy extraño viniendo de una niña obediente como yo, que me hubiese negado”, confesó en su momento. Entrenaba todos los días, festivos incluidos. También fines de semana y en vacaciones. Los resultados fueron espectaculares (con 13 años ya era subcampeona de Europa infantil y campeona de España absoluta), pero Galia odiaba entrenar. Con todas sus fuerzas. “Se me hacía horriblemente pesado entrenar horas y horas las mismas cosas y en mi interior siempre deseaba que se produjese algún imprevisto que me impidiese entrenar. Aborrecía las conversaciones monotemáticas con mis padres durante la cena”, llegó a escribir en una publicación muy personal en la web de la federación extremeña de tenis de mesa.
A unos les cuesta más, a otros menos. Pero todos los deportistas de élite renuncian a muchas cosas desde pequeños. Dejan atrás la vida que sus compañeros del colegio pudieron tener, e invirtieron su tiempo en ocio, diversión, entretenimiento. Ese tiempo, sobre todo en la adolescencia, Galia lo pasó entrenando. Y odiaba tanto entrenar que tenía clarísimo que en cuanto cumpliera la mayoría de edad dejaría la pala para siempre. ¡Menos mal que no lo hizo! A los 16, Dvorak consiguió el mismo título que su madre: campeona continental juvenil. Lo hizo gracias a unos entrenamientos especializados de la mano de una jugadora que había sido diploma olímpico. A partir de entonces viajó por todo el mundo con la selección absoluta, recibió ayudas y becas ADO, comenzó a ganar dinero. Pasados los 18 empezó a tomar sus propias decisiones y ya odiaba un poco menos el “pimpón”. Poco a poco se dio cuenta de que aquellos entrenamientos que detestaba la habían convertido en la jugadora que es, e incluso se arrepiente de no haber hecho más, de no haber estado tan concentrada y de haber pensado más en lo que ponerse para salir el sábado que en golpear la pelota. “Entrené muchas horas, pero ¿cuántas de ellas aproveché de verdad?”, se preguntaba.
Hoy su palmarés es envidiable, impropio de una jugadora española en un país con tradición nula en este deporte. Ha sido seis veces campeona nacional y cuatro subcampeona, además de siete veces campeona en dobles femenino y una en dobles mixto. En los Juegos Mediterráneos cuenta con dos bronces (individual y por equipos) y un histórico oro conseguido por equipos en Tarragona 2018. Ha participado en tres Juegos Olímpicos, el primero nada menos que en Pekín, la cuna del tenis de mesa. Cayó en primera ronda, pero reconoció que la ceremonia de inauguración había sido el mejor momento de su carrera, solo equiparable al gran preolímpico que firmó para estar en la siguiente edición. También fue eliminada a las primeras de cambio en Londres (se enfrentó a China y su participación apenas duró 19 minutos) y en Río de Janeiro, edición a la que no logró clasificarse pero logró un billete de última hora por la lesión de la francesa Carole Grundisch, que dejó libre una vacante. Fue la última deportista española en unirse a la expedición, y eso acabó pagándolo caro ante la jugadora local, Gui Lin. “Estaba preparada físicamente, pero no mentalmente para un torneo de esta magnitud. Al no estar inicialmente clasificada puede que mi mente estuviera ya en otro sitio. Perdí el primer set por 11-1 porque no estaba centrada”, declaró entonces.
En Tokio podría tener la oportunidad de quitarse la espina y superar por primera vez esa barrera. En marzo viajará junto a María Xiao, Jesús Cantero y Álvaro Robles al preolímpico de Doha, donde buscará participar en sus cuartos Juegos. Tras un año atípico por la crisis sanitaria, Galia llega a este torneo con la tranquilidad que le permite el ránking (podría conseguir el billete olímpico fácilmente por esta vía) y la madurez de sus casi 20 años de trayectoria. Al menos se pudo sacar algo bueno de la situación: en diciembre, disputó en Madrid el primer torneo mixto a nivel nacional, y después participó en el primer congreso de tenis de mesa femenino español. “El camino hacia la igualdad es largo pero orgullosísima de este primer paso”. Las oportunidades de las mujeres en este deporte son menores en comparación a los hombres, y ya en 2018 se consiguió, de la mano de Iberdrola, la creación de una liga además de un importante soporte para la Federación española. La propia Galia utiliza su don de la comunicación para visibilizar el papel de la mujer en el tenis de mesa gracias a las redes sociales y el canal de Youtube que comparte con Matilda Ekholm, jugadora sueca con la que ganó el bronce en el Europeo de 2013.
Dos décadas de éxitos y esfuerzos han convertido a Galia Dvorak en el orgullo de sus padres, pero también en un modelo a seguir, una referente que ha demostrado poder vivir de uno de los deportes más minoritarios y desiguales de nuestro país a base de perseverancia y a no darse por vencida. En los momentos donde la motivación estuvo más baja, miró hacia adelante. Cuando era joven solo disfrutaba con los éxitos, una constante para muchos deportistas que, hastiados, lo dejaron antes de tiempo. La catalana tiene un mensaje para todos ellos: “Lleguen los resultados o no, la sensación de haberlo hecho honestamente lo mejor que pudiste es incomparable”. No lo olviden.
Imagen de cabecera: Lars Dareberg/Ombrello/Getty Images
Alicante, 1991. Mi madre siempre me decía: "No sé por qué lloras por el fútbol, sino te da de comer". Desde entonces lucho por ser periodista deportivo, para vivir de mis pasiones (y llevarle un poco la contraria).
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