Pocas cosas en la vida tienen una base racional, y nosotros, cazurros, seguimos empeñados en dársela al fútbol. Nos obcecamos en hacer diagnósticos anticipados y casi siempre caemos en el error. Por eso no sucedió lo que, racionalmente, creíamos: que el Barça, con los astros alineados a su favor, daría un severo castigo a un Madrid, por continuar con el símil, en eclipse. O que Messi, henchido de justificadas alabanzas, se luciría ante la mirada resignada de su competidor portugués. En las matemáticas hubiera funcionado; en el fútbol no.
Porque un Clásico es el partido menos clásico de todos. Toda coincidencia es producto de la casualidad. Echar mano de las estadísticas o fiarte de las tendencias presupone inexperiencia. Pero aun así caemos. Caemos tan pronto como cayó la idea de una superioridad aplastante del Barça frente al Madrid. El equipo catalán mandó un mensaje nada más comenzar: juguemos con cabeza, que esto no es un paseo. El Barça invitó al Madrid a la modorra, a la muerte con pequeñas dosis de gas, en vez de irrumpir en el área con un goteo torturador que ahogase al rival. Esperábamos una emboscada que desnudase las vergüenzas del Madrid y lo que tuvimos fue café y pastas en el porche del jardín. Creímos ver gigantes donde solo esperaban molinos.
Gran parte de la culpa de que el Barça saliese contemplativo tiene un nombre y un apellido: Luka Modric. La aportación marginal del croata, el reduccionismo de verle tan solo como a un jugador más, es menos importante que la influencia que ejerce sobre el resto. Kroos e Isco, por lo pronto, se han quitado las cuerdas que le ataban al sacrificio defensivo y tienen la mente más despejada. Por eso el Madrid estuvo más fresco de ideas que hace unas semanas y el Barça aceptó que la batalla por el medio sería más dura. De hecho, en muchas fases Rakitic y Mascherano se vieron superados, justo cuando el Madrid dominó también el balón.
Cambio de papeles
A pesar de todo, la irracionalidad es plena si analizamos cómo llegaron los goles que decidieron el partido. Mathieu adelantó al Barça a balón parado, Cristiano Ronaldo (que iguala en goles a Raúl) contestó con un gol de jugada y toque exquisito de Benzema y la réplica final la tuvo el Barça aprovechando un contragolpe. Se cambiaron los registros y fuimos novatos en atribuir papeles a ambos equipos que no se cumplieron. Entre medias de todo esto, la verbena: el Madrid pudo llegar al descanso con ventaja y el Barça se pudo ir a casa con una goleada. Solo Bravo y al final Casillas evitaron males mayores.
Si atendemos a protagonismos tampoco nos debe sorprender ciertos detalles. Que ni Messi ni Cristiano fueran los destacados del partido es una tónica. Los focos pesan y las expectativas presionan. En este tipo de partidos los secundarios florecen. En el Barça Piqué fue el jefe de Estado mayor siempre que las acciones precisaban de una cierta jerarquía y firmó un partido descomunal; Suárez fue determinante en la noche en la que Neymar y Messi anduvieron grises. Y en el Madrid, tanto tiempo después, volvimos a contemplar la melena al viento de Modric templar al Madrid y volverlo más sereno, para contrastar con la atribulada presencia de Marcelo, la chispa del Madrid.
Al final, lo poco de racional que le queda al fútbol son los números. La clasificación dibuja un panorama feliz para el Barça, a cuatro puntos del Madrid, y con diez jornadas por delante después del parón por selecciones. Es nuestro intento por darle sensatez a un deporte y a unos enfrentamientos que olvidan toda cordura y se sumen en el más absoluto descontrol. Algo que, casi sin dudarlo, forma parte de la cultura del fútbol: la locura es emocionante.