Su estampa ataviado de rosa y siendo uno de ellos debe parecerles a sus compañeros de equipo una imagen similar a la de un cosmonauta soviético caído del espacio dentro de su Soyuz recién aterrizado por casualidad sobre la hierba del Renzo Barbera para disponerse a jugar como uno más tras calzarse medias y botines pero sin tiempo de despojarse del casco. Un ser extraño y ajeno, una suerte de alienígena fascinador a quien pueden ver qué hace y hasta oír qué dice pero al que en ningún caso son capaces de descifrar y comprender.
De discreto perfil personal, irredento sosiego, circunspecto temperamento y parco en palabras, a Franco Vázquez le está plenamente justificado su apodo. Sin embargo, El Mudo habla por los codos dentro de la cancha aunque en la mayoría de las ocasiones tenga que hacerlo con las paredes o incluso consigo mismo. Sin Dybala este año a su lado, su plática aleccionadora no tiene en la mesa a otro ponente capaz de tomar el testigo de la conferencia y el mensaje acostumbra a perderse haciendo eco en una sala repleta de dispersos párvulos hasta generar una impotencia mayúscula. Un vacío de feedback que, curiosamente, cala mucho más en el espectador de la escena que en un Catedrático Vázquez sereno en su mecedora, negándose por principios a mostrar un solo atisbo de frustración aunque la sienta como ninguno.
La impronta de Franco Vázquez en el terreno baldío palermitano es como la que tienen los ríos que fluyen a través de zonas desérticas. A las orillas de su cauce se circunscribe desde su nacimiento toda posibilidad de prosperidad hasta la misma desembocadura. De principio a fin. A su alrededor, kilómetros de tierras yermas sin una sola brizna de vegetación. A pesar de que sus actuales números durante esta temporada -cinco goles y siete asistencias- pueden parecer tenues, se trata de un embustero espejismo. Además de en esa docena de tantos, ha participado de forma directa y decisiva en otros seis más por lo que su sello está estampado en dos de cada tres goles del Palermo. El Mudo interviene en 0.6 goles por cada partido que disputa, por los 0.9 que registra de media el Palermo al completo y de sus botas han brotado 18 de los 28 puntos que el conjunto rosanero suma en la tabla. Unos datos inequívocos que atestiguan tanto su exorbitante grado de incidencia, liderazgo y talento como la absoluta soledad en la que se halla mientras carga a las espaldas con el peso enorme de un club ciclotímico que tiene a la Serie B tirando de la soga hacia abajo con él como única resistencia.
Los quilates de su zurda son tope gama. La suya es una de esas piernas excepcionales que precisan, porque pueden y requieren, de total libertad allí donde el delta del río se expande para desatar su juego y enfatizar el de los demás. Sin necesidad de ajustarse a esquemas ni acotarse a dibujos en pizarras. Por pura calidad, Vázquez es uno de los diez mejores futbolistas de la Serie A sin margen de error y sin estrechar demasiado el cerco. Un globetrotter que viste de frac. Tan elegante, exquisito y erguido como capaz de tirar un par de túneles, hacer una ruleta para sentar a su defensor, filtrar un pase preciso y esperarlo de vuelta para definir sutil ante el portero. En plano secuencia. Un mago divertidísimo bajo su capa de formalidad que te levanta del asiento para lanzar la chistera al aire y aplaudir. El mejor regateador del Calcio -nadie recibe más faltas- es un auténtico placer visual al que su ausencia bajo el foco mediático y su lejanía diametral respecto al prototipo de altisonante jugón cool con tinta en los brazos y tribales de colores a ambos lados de una cresta de palmo y medio le ha impedido estar haciendo lo mismo que hace ahora pero con el altavoz propio de un club de mayor talla y posibles.
Lo que verdaderamente le entusiasma a Franco Vázquez y lo que se le da mejor que a casi todos los demás es simplemente jugar, muy por delante de competir y es ahí donde reside el único resquicio de duda para su seguro e inminente salto a un grande. Mientras los demás sólo corren, sudan y sufren, él se dedica a trotar, conducir, cambiar de ritmo, tocar, ofrecerse constantemente, elegir a la perfección, inventar, gambetear… En definitiva, a hacer lo mismo que ha hecho siempre, como si todavía estuviese en el potrero. Es verdad, no hay en su esencia trazas de un carácter ganador superlativo ni de una ferocidad de pura ambición pero sí late y brilla una capacidad técnica diferencial que es lúdicamente incontenible y difícilmente superable.
Todo, todo y todo pasa por los pies de su introvertido profeta en un Palermo en barrena que tiene a su presidente Zamparini disparando tiros al aire con los ojos vendados, que cuenta siete entrenadores hasta la fecha en nueve sucesivos cambios y que vaga cabizbajo en puestos de descenso con la guinda de la sanción que le obligará a celebrar a puerta cerrada el próximo partido en casa, es decir, la primera de sus finales a vida o muerte. Pese a que el resto de los suyos ni lo entiendan ni lo amparen plenamente, la salvación del Palermo depende de que Franco Vázquez siga haciéndose oír antes de echar a volar, a sus 27 años, hacia un nuevo destino que se ajuste más a sus luminosas dotes y en el que, crucemos los dedos, logre disponer de casi tanta libertad y presencia como hasta ahora para por fin triunfar. Nada parece imposible para el único mudo del mundo que aunque no pueda alzar la voz por motivos obvios, no deja de gritar de manera incesante y estrepitosa a través de su fútbol.
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