“Granada está indefensa ante la gente, pues ante los halagos nada ni nadie tiene manera de defenderse”, escribía Federico García Lorca. Y algo similar le sucede a su equipo de fútbol, un Granada Club de Fútbol que logra defenderse de todo excepto de los merecidos halagos. Defenderse y también atacar ante cualquiera, siempre que convenga hacerlo, para redondear así el atributo que más y mejor define al equipo de Diego Martínez: su increíble versatilidad.
Lo explicó a la perfección Ángel Montoro, el autor del gol, nada más terminar el partido en Getafe. “Nos gusta competir”. No les gusta, les encanta, les alimenta, les da un objetivo permanente que perseguir para continuar, para mudar de piel, para seguir mejorando. Les da la razón de ser más poderosa de todas: la voluntad, el hambre y las ganas de competir donde y contra quién sea y edificar su camino con y por ello sin ponerse límites de kilometraje. Competir de la manera que exijan cada rival y cada una de las circunstancias a las que deban enfrentar.
“Vamos a un campo que te obliga a adaptarte. Cada balón será importante”. Ya lo había anticipado Diego Martínez con su habitual elocuencia reposada y su franca naturalidad en la rueda de prensa previa al encuentro en el Coliseum, seguramente el estadio que actualmente exige una mayor adaptación de toda La Liga por ser su dueño élite mundial desnaturalizando a sus oponentes. Pero la naturaleza de este Granada es demasiado compleja. Su piel, demasiado camaleónica. Y su competitividad, demasiado diamantina como para ser erosionada. Incluso allí.
El Granada sabía a lo que iba al Coliseum y desde el inicio se mimetizó con su adversario, con el clima que reina por esos lares y se puso el mono de trabajo, que como todos sabemos —y en especial José Bordalás— es de color azulón, porque si no ni es mono de trabajo ni es na y porque si no te vistes con la misma apariencia que el Getafe es imposible igualar fuerzas jugando a su mismo juego, que fue lo que el conjunto nazarí se atrevió a hacer delante de los ojos ensangrentados de ‘El Zorro’, ‘El Correcaminos’, el ínclito Allan Romeo y los demás bandoleros.
Los datos del Granada en el encuentro hablan por sí solos. Un único gol de penalti a favor y ninguno en contra, dos tiros a puerta, 35% de posesión, 44% de acierto en el pase y casi la mitad de ellos en largo, 23 faltas cometidas, 88 pases buenos en todo el partido, uno por minuto para no sobrecargar la escena de un exceso de precisión que hubiese sido muy extraño, 36 despejes… El habitual tino del intervencionismo de su entrenador en la dirección de campo, pasando a jugar con tres defensores centrales, esta vez con el fin de cerrar el área y el espacio aéreo, y una gestión del marcador a favor inmaculada a excepción de los diez minutos finales que pasó colgado del larguero y agarrado a los tres puntos con uñas, dientes y sus extremos en el área.
Más allá de la pierna dura, de la concentración de cirujano en campo propio, de la intensidad en el duelo, de la ayuda solidaria al compañero más cercano, de afilar el cuchillo del balón parado a favor y de la costilla apretada en cada choque, Diego Martínez lo tenía claro: había que evitar como fuese que el Getafe impusiese su pegajoso y clásico dominio desde el pressing alto. Y para ello, la presencia de Jorge Molina gestionando el juego de espaldas y las de Luis Suárez, en la izquierda, y Kenedy, en la derecha, actuando ambos a modo de flechas para el arco de Alcoy y el arquero Montoro, eran cruciales para poder jugar de forma vertical, directa y rápida, sin dar tiempo al Getafe de llegar al robo altoy, al mismo tiempo, conservando armas para dañar.
De esta forma y como primera intención, el Granada buscaba llevar a cabo ataques flash para explotar los espacios en velocidad con sus dos hombres de banda jugando a pie cambiado para buscar la diagonal hacia dentro y la finalización, y también con la siempre temible y ya famosa en el mundo entero llegada al área desde segunda línea del venezolano Yangel Herrera. En segundo lugar, adquirir cierto poso con el balón a partir de la segunda jugada en campo rival con la buena combinación de la que es capaz por tramos este equipo, algo que el Getafe terminó por no permitir desde muy pronto. Y como tercera opción, plantear un bloque medio en su mitad del terreno de juego con el que defender densamente el carril central y controlando lo más cerca posible a Marc Cucurella con un acertadísimo Dimitri Foulquier para volver a salir y a empezar.
Hay veces que Diego Martínez me recuerda a un conserje. El dueño del edifico sin serlo, el que lo dota de identidad, el tipo que siempre está allí cuando llegas y también cuando te vas, el que nunca rechaza una charla de pasillo sobre su trabajo, aunque sin caer en tonterías superfluas. El que sabe cómo arreglar un enchufe y cómo vestir de etiqueta, el que mantiene los pies en el suelo y el suelo limpio, un sabio pero un currante, el que por una mera cuestión de apariencia, a veces incluso de tacto mientras rebusca en el bolsillo, sabe a la perfección y con un margen de error de ±1% cuál es la llave correcta entre las cien que penden del llavero para abrir la puerta que ese día toque sin la necesidad de tener que ir probando una por una a puro azar.
Y es que la adaptación no surge de la casualidad. La adaptación táctica de este Granada Club de Fútbol, capaz de ganar al Sevilla, en Eindhoven y en Getafe en la misma semana —seguramente la más exigente hasta ahora de su historia— y de hacerlo de un modo diferente en cada escenario, se entrena diariamente a base de horas, sabiduría e inteligencia. Y ese colosal trabajo futbolístico, junto a la consecuencia que suponen los halagos unánimes de los que hablaba García Lorca, es lo único que el Granada de Diego Martínez no está dispuesto a cambiar.
Imagen de cabecera: Denis Doyle/Getty Images
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