
Se irá como llegó. Tímido. Reservado. Cabizbajo. Casi con sensación de que necesita pedir perdón por estar. Por vivir. Por no ser suficiente o por ser parte de un escenario donde apuntan unos focos que él nunca quiso recibir. Si su perfil fuese grandilocuente, si le encantara exhibirse, si hablase de sí mismo en tercera persona o si buscara la polémica, la aprobación constante y generase sensación de falsa humildad, hace años ya que alguien le habría escrito a Ángel Correa una película para Hollywood, una serie para Netflix o un libro directo a ganar el WilliamHill Sport Book of the year. De hecho, es su introversión y su necesidad de no llamar la atención la que ha impedido cualquiera de estas vías, pues ya le han propuesto en incontables ocasiones contar su historia. Tampoco haría mucha falta el uso de la imaginación y sí, más bien, poner por escrito las dificultades de una vida de aquel que nunca tuvo nada, al que la existencia puso mil obstáculos y que siempre tuvo que hacer más del doble para recibir la mitad del reconocimiento.
Ángel Correa se despidió el fin de semana de la afición del Atleti en redes y en el estadio. Su marcha parecía un secreto a voces filtrado desde hace meses, pero no dejaba de ser extraño que un jugador con estadísticas de leyenda no fuera a tener el reconocimiento que se merece por parte de la entidad. Aquello empezó a tener sentido cuando el club, un día después, anunciaba que el argentino tiene contrato y que nadie ha preguntado por él. Extraño. Raro. Quizás, asuntos por pulir para su marcha y juego de tira y afloja entre agentes y directivos. Que era su último partido en casa es algo que pareció sabido por todos y no de manera unilateral por la parte del jugador, pues no hay más que ver cómo lo despidió Simeone, abrazo intenso en el túnel de vestuarios esperándolo hasta que diera su vuelta de honor, y cómo sus compañeros festejaron con él de una manera especial el gol que sellaba la goleada ante el Betis, además de los mensajes de despedida que le han brindado en redes. Sea como sea, todo indica que por muy digno que se ponga, el Atlético acabará cediendo en una salida que parece hecha.
Que Ángel Correa iba a tener una existencia complicada era algo que él mismo supo desde que era muy pequeño. Nació y creció tirando caños y regates en el barrio de Las Flores, en Rosario, un lugar complicado para vivir. Las Flores es una de las zonas marginales de Argentina donde la esperanza es lo primero que se pierde. Sus primeras gambetas no las hizo con un balón, sino que tuvo que esquivar las drogas y los clanes que las controlan. Allí, lo normal es consumir o traficar. Pero a Ángel nunca lo dejaron entrar en ese mundo. Lo protegieron. Ángel tenía un don. Ángel tenía ángel. El balón. Y todo el mundo sabía que era demasiado bueno para echarse a perder como sí hizo todo su entorno. “A mi alrededor, todo el mundo se drogaba, pero a mí nunca me dejaron”. Amigos muertos y encarcelados. Eso fue lo que dejó Correa cuando, a los 12, se fue a vivir a la pensión de San Lorenzo.
Antes, con 10, siendo el menor de 10 hermanos, ya se había tenido que ocupar de todos ellos cuando su padre, aquel que había hecho sus pinitos como boxeador y que le había transmitido eso de caer y levantarse por mucho que a uno le peguen, falleció. Para entonces, Ángel ya había recibido el interés de un agente que le daba algo de dinero para que sacara a su familia adelante con la intención de hacerse de oro en cuanto ese niño tímido en la vida y descarado en las calles con un balón en los pies llegara a la élite. Pero aquella no fue la única tragedia que sacudió a la familia, pues mientras Correa hacía las maletas para ir a San Lorenzo, uno de sus hermanos mayores fallecía en circunstancias que nunca se desvelaron.
Estando allí forjó un vínculo con Jorge Bergoglio, quien luego sería Papa, casi por fortuna. Y es que San Lorenzo ofreció a sus chicos la oportunidad de recibir la comunión y la confirmación. Como aquello suponía perderse algunas clases, Ángel decidió apuntarse a ambas y fue Bergoglio, hincha de San Lorenzo, quien se encargó de aquello y quien ya apuntó el nombre de ese chico que estaba rompiéndola en las inferiores y que no tardaría en debutar con el primer equipo. Siendo un crio, también, marcó de alguna manera su destino y se empezó a identificar con los que luego fueron sus colores.
Y es que hay decenas de fotos en sus redes sociales en las que Ángel Correa, entre los 13 y los 17 años, porta camisetas del Atleti por el simple hecho de que su agente, Agustín Jiménez, había llevado al club madrileño al Toto Salvio y este le mandaba regalos al nuevo apadrinado de su representante. “Un día, cuando llegue a Europa, jugaré en el Atleti o en la Juventus”, decía por entonces. Y la casualidad se convirtió en destino cuando, en 2014, el Atleti llamó a la puerta del argentino. Entonces, de Correa sabíamos que era un segundo punta correoso, imaginativo, explosivo y pícaro. Que giraba como un torbellino como nunca se había visto en el fútbol y que sabía sacar petróleo del caos. Con él en el campo, San Lorenzo había llegado a la final de la Copa Libertadores y en el Atlético se ilusionaron con un nuevo Kun Agüero con ese chico que se parecía casi más al primer Tévez de Boca.
Si algo sabía la AFA es que el muchacho de San Lorenzo, cuyo primer apodo fue La Joya (aunque luego no tuvo demasiado recorrido), era el candidato ideal para tomar el testigo de Messi. Porque, siendo sinceros, el rendimiento de Leo con Argentina había dejado mucho que desear y casi nadie esperaba que fuera a ser tan eterno como luego resultó. Y tras Rusia 2018, cuando Leo pasara la treintena, Ángel iba a estar en el punto perfecto para coger el relevo.
Pero Correa aterrizó en Madrid en 2014, con 18 años y un problema de corazón que estuvo a punto de costarle algo más que la carrera. “Los médicos me mintieron para que me operara y no me dijeron lo grave que era”. “A Correa había que salvarle la vida”, admitió el cirujano que dirigió la operación, que confirmó que lo que le sucedía es que tenía un tumor. El futbolista se vio solo en Estados Unidos, con doctores del Atleti a los que no conocía, y allí encontró apoyo de quien no esperaba. Tévez se pasó por la habitación donde estaba ingresado y Bergoglio, ya nombrado Papa, lo invitó un par de veces al Vaticano para seguir de cerca su recuperación.
Porque que Correa volviese a jugar ni siquiera estaba claro. Entonces, dice él, San Lorenzo se desentendió y el Atleti le abrazó, apostando por un chico que igual nunca volvía a patear un balón. Pero todo salió bien y Correa, que se quedó sin poder ser inscrito ese año, se tuvo que contentar con solo entrenar y, además, en solitario, siempre supervisado por los médicos. Pero quería más. Anclado en la prohibición, este Chicho Terremoto del balón recibió la llamada de Argentina, que lo quería de líder para el Sudamericano Sub20 y él, que llevaba meses sin vestirse de corto, le echó un pulso al Atleti, cogió el brazalete de la albiceleste y ganó el título y el MVP del torneo. “Los médicos me decían que no estaba listo y que aún no era seguro jugar, pero yo no podía más y les dije que me haría responsable de lo que pasara”. No sería la primera vez.
Porque después de perderse su año de adaptación, Correa ingresó en un Atleti que funcionaba muy bien en la 2015-2016. Para su mala suerte, se encontró con que Griezmann, el chico que había llegado para ser un extremo resultón, se había convertido en un segundo punta estelar que ese año ganaría el Balón de Bronce y desplazaba al argentino a tener muy pocos minutos o, lo que sería su tónica habitual temporadas después, a la banda izquierda.
Sabedor del talento de Ángel y de su poco protagonismo para lo que proyectaba, Manchester City y Liverpool trataron su fichaje, pero él le había dado su corazón al Atleti e hipotecó su carrera estelar para ser el chico para todo de Simeone. Porque daba igual que Correa no fuera extremo derecho y que cada verano le trajeran un jugador de banda diferente (Lemar, Vitolo, Gelson, Gaitán y compañía) que Simeone siempre acababa recurriendo a su Ángel, aquel que en 2017 había perdido a otro de sus hermanos, quien se suicidó después de afirmar que sufría depresión. “El fútbol es lo único que me hace olvidar todas las pérdidas que tuve”.
Y Ángel se convirtió en un futbolista de hierro. Siempre al frente para la batalla. Incapaz de caer lesionado. Toda una bendición para un equipo, el del Cholo, que ha tenido como uno de sus mayores problemas la cantidad de ausencias por lesión temporada tras temporada. Y también mutó al suplente de lujo, ideal para abrir partidos en el tramo final, para sentenciarlos o para apuntillarlos. Daba igual. Porque cuando Correa saltaba al verde, ya fuera con media hora o ya fuera con cinco minutos, el Atleti subía dos marchas más. La cantidad de goles que ha marcado saliendo del banquillo es tan alta que coloca como el jugador con más anotaciones en la historia del campeonato español. Pero siempre hubo una espinita. La de saber si Correa, de haber jugado en su sitio, hubiera alcanzado ese cénit para el que estaba destinado. La excelencia.
Entre medias, ganó títulos con el Atleti, obtuvo menos minutos de los que mereció y nunca se quejó. Nunca dijo una palabra y nunca dio un problema. No lo puso cuando el Atleti le mandó en un avión a Milán porque tenía cerrado a James como recambio y el colombiano, por méritos económicos, vendía más. Tampoco cuando, ese mismo mercado, Mendes le pidió al Atleti, una vez había fracasado el fichaje de James, un hueco para firmar a Rodrigo. O cuando el propio club rojiblanco le pidió que llevara el 10 en vez de su 11, su número favorito, porque lo de tener un argentino con el número de Maradona vende mucho a efectos de marketing.
Curiosamente, Correa, anclado a la banda, se recicló en delantero de lujo cuando al Atleti le dio por ganar una Liga en la 2020-2021. Y, entonces, fue muy criticado. Dilapidado porque, en un par de partidos importantes, erró el gol que no solía errar. Y las redes, esos lugares a veces convertidos en estercoleros por la facilidad de tirar la piedra y esconder la mano, se convirtieron en una ciénaga donde al argentino le pusieron a caer de un guindo. Pero qué le iban a decir a él, que ya había lidiado con la pérdida de dos hermanos, de un padre y que tenía, en esos momentos, a su madre, el motor de su vida, luchando por un cáncer que superaría en primera instancia pero que más tarde le quitaría de este mundo. Correa se revolvió como mejor supo, trabajando y callado, quedándose en solitario a perfeccionar sus movimientos en el área para meter un gol, el de puntín, que le acabó dando la Liga al equipo de Simeone.
Porque Correa tiene ángel. Es especial. Por eso, Scaloni no dudó en llamarlo para ganar la Copa América tropecientos años después. Y por eso no dudó en volver a citarle para el Mundial que le daría a Argentina la tercera estrella. Y también a la Finalissima, contra Italia, donde Correa cometió una locura. Estuvo en la cita con la herida de su corazón abierta sin decirle nada a nadie más que a sus compañeros porque él quería ser parte de aquello. “Me dijeron que estaba loco y que si aquello se me hubiera infectado… Tenía la herida abierta, se me veía un muelle que me habían puesto así que me tuvieron que operar otra vez”.
Porque Ángel siempre lo dio todo y nunca pidió nada. Nunca levantó la voz pese a que se le suelen recordar los errores y olvidar en los aciertos. Jamás quiso centrar los focos y sí pasar desapercibido en los momentos de gloria. Y él, el héroe que metió el último gol en el Calderón, sabedor que estaba en sus últimos minutos en el Metropolitano (aunque el Atleti haya publicado un comunicado negándolo), quiso tener al fin su minuto de gloria. Con los suyos. Con la camiseta de Futre que le regaló Chus desde la grada. La misma que le ofrece a las estrellas. Esa que recibieron Torres, Godín, Juanfran o Gabi. Porque Ángel Correa se ha ganado el derecho a ser considerado emblema del Atleti y ya veremos si leyenda.
Lo dicen los 465 partidos que ha disputado de rojiblanco, que lo colocan como el sexto jugador que más veces ha vestido la rojiblanca (podría alcanzar el Top5 si se queda a jugar el Mundial de Clubes). Solo Oblak, como extranjero, ha jugado más que él. Y se irá, como siempre, tímido. Buscando pasar desapercibido. Quizás escondiendo esa sonrisa que solo le da el fútbol. Porque Ángel sonríe poco, solo cuando el balón está por medio, pero cuando lo hace es como si de repente se iluminara el mundo entero. Y él nunca tuvo dudas. “Nunca lo dije, pero amo al Atlético de Madrid. Este club me salvó la vida y lo amo”. Eternamente agradecidos.
Periodista | Profesor | Deporte en general y fútbol en particular | 📚Escribí 'Atleti, historia de un despertar' | A veces hago hilos 🧵

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