Podía ser un día más de esta agónica pandemia, ese Día de la Marmota que todos vivimos como si fuéramos Bil Murray durante semanas, pero no lo iba a ser para Drew Robinson, un outfielder de la MLB, la mejor liga del mundo de béisbol. A sus 27 años, parecía estar en el mejor momento de su vida. Tenía dinero, pues hacía solo unos meses había firmado un contrato por medio millón de dólares con los St. Louis Cardinals y, aunque acababa de romper con su novia, toda su familia lo veía feliz. Pero la mañana del 16 de abril del año pasado Drew se despertó y desayunó tranquilamente, prácticamente lo mismo de siempre. Poco después, recogió todas las migas que había dejado su tostada, cogió boli y papel y se puso a escribir algo. No era la lista de la compra. No era un recordatorio para colgar con un imán en la nevera. No era la lista de invitados a su videofiesta por Zoom para su cumpleaños, que iba a ser dentro de cuatro días. Era su carta de despedida. Unas pocas horas más tarde, Drew Robinson cogió la pistola que llevaba guardada varios días en un cajón en la cómoda de su casa y, tras mucho manipularla, accionó el gatillo apuntando a su cabeza. Se pegó un tiro. Como habitualmente dicen en las películas de gánster, se voló la tapa de los sesos. La bala entró por un lado, cerca de su ojo, y encontró orificio de salida por detrás. Puso fin a una agonía que le llevaba comiendo por dentro mucho tiempo.
Hay veces, en cambio, que la realidad es un videojuego. Que cuando uno ha gastado toda la barrita de la vida, de repente esta se recarga sin sentido alguno. Que uno puede morir, presionar start y reaparecer en el mismo sitio donde había estado solo unos segundos antes. En su caso, fueron horas. Porque aquel disparo en la cabeza no mató a Drew Robinson, que hoy sueña, renacido, con un retorno mágico a la mejor liga del mundo. Porque si algo murió aquel 16 de abril, fue precisamente lo que realmente tenía que desaparecer. Esas ganas de irse, ese oscuro pasajero que estaba metido en la cabeza de Robinson y que le impulsaba a no ser nunca feliz, a no sentirse útil. “Me disparé, pero asesiné mi ego”. Ahora le ha contado su historia a la ESPN, en un documental que se podrá visionar próximamente y que recibe el nombre de Alive. Como él mismo afirma, está “destinado a seguir vivo”.
Drew nació y creció en un barrio a las afueras de Las Vegas, en el seno de una familia que pronto se iba a desestructurar. Era el pequeño de tres hermanos, de una familia que parecía idílica, que tenía niño y niña, una parejita feliz que él iba a romper. Desde fuera, daba la sensación de ser un núcleo familiar idóneo. Desde dentro, las tensiones y los problemas eran a veces insostenibles. Cuando los padres se separaron, la niña se quedó con su madre y los niños con su padre. El hermano de Drew, Chad, era excelente en todo. Y Drew siempre estuvo a su sombra, mirándose en el espejo y sintiendo que no quería defraudar a nadie por alto que Chad pusiera el listón. El primer punto de confrontación fue el béisbol, ese deporte que hacía que la familia se juntara una vez por semana y donde Chad estaba deslumbrando mientras Drew comenzaba apenas a sujetar el bate con apuros.
Pero todo cambió con el paso de los años, cuando Drew creció, y todo el mundo recordaba que no había ningún jugador tan bueno en el instituto precisamente desde su hermano Chad. Era difícil compararles, saber cuál era mejor. Simplemente, los Robinson estaban dotados. Y a Drew comenzó a irle bien. Era el chico popular, aquel que tenía éxito con las chicas, aquel que parecía tenerlo todo de su lado. Pero interiormente, Drew no estaba bien. No se sentía bien. Hablaba consigo mismo en plural, como si dentro de él hubiera alguien más con quien compartía fortuna. Hacía una montaña de un grano de arena y nunca veía la luz al final del túnel.
Con 18 años, fue elegido en cuarta ronda del Draft por los Texas Rangers. Y donde la mayoría habría encontrado el camino del éxito y se habría puesto el mundo por montera, Drew encontró un auténtico problema. Era un adolescente que vivía solo, que tenía que pagar facturas, que tenía que enfrentarse a una vida en un deporte que no concedía errores, en un sistema que estaba fabricado para quedarse con los más fuertes y humillar a los endebles. Drew se había creado un auténtico personaje desde la adolescencia que ocultaba a los demás sus problemas. A ojos de otros, era la persona más feliz del universo. Siempre sonreía. Siempre hacía bromas. Siempre estaba activo. Interiormente se sentía mal. Drew estaba viviendo su sueño mientras quería morir.
Tampoco Daiana parecía ser una vía de felicidad en su vida. La chica a la que había conocido en el instituto, la que realmente le gustaba y con la que había estado años mensajeándose. Separaron sus caminos, pero nunca perdieron el contacto y cinco años después, en 2013, comenzaron una relación que fue más o menos a distancia. Drew jugaba al béisbol en las Ligas Menores y Daiana seguía cursando estudios universitarios. Hasta que un día, él se resquebrajó, dejó ver algo de lo que tenía en la cabeza detrás de esa careta que llevaba 23 años puesta. Le dijo a su novia que lo dejaban, que él no entendía porque le gustaba a ella. Y ese día, Daiana entendió que la cabeza de su recién ex novio no estaba bien. Drew no quería que sus problemas le impidieran ser feliz a Daiana. Y aquello se acabó convirtiendo en un círculo vicioso de reconciliaciones y rupturas.
En 2017 su carrera pegó un salto. Comenzó a jugar en la MLB con los Ranger. Alternaba con las Ligas Menores y su relación con Daiana parecía más asentada que nunca. Pero ahí seguía su oscuro pasajero. Su voz interior. Seguía hablando consigo mismo en plural. Nada había cambiado. Ni sus renovaciones, ni el paso a los St. Louis Cardinals en 2018 para asentarse como un jugador con futuro en la MLB. Una lesión de codo lo truncó todo. Pasó por quirófano, los Cardinals le cortaron en 2019 y quedó sin equipo.
A principios de año 2020, recibió una propuesta para jugar en San Francisco Giants, pero él mismo la declinó, asegurando que tenía problemas de autoestima y confianza. Se estaba tratando de depresión. Pero no veía mejoría. No sentía hacer progresos, y eso le acabó por destrozar la moral. Comenzó a hacerse preguntas que no encontraban respuesta. ¿Le importará a alguien si me voy? Fue entonces cuando comprendió que ya no le veía sentido a la vida y planeó su muerte. Rompió con Daiana.
Y en marzo llegó la pandemia. EEUU echó el cierre por Covid, como casi todo el mundo. Apenas se podía salir de casa, solo para actividades esenciales. Drew, solo, volvió a su casa de Las Vegas. Estuvo un mes entero sin ver a nadie, sin poder ir al campo de bateo para entrenar, sin quedar con amigos, sin visitar o ser visitado por familiares. Apenas salió un día, a una armería, a comprar la pistola que había reservado. Llamó a Daiana para hablar con ella, pero ella había decidido que aquella ruptura había sido definitiva. Nada de medias tintas. Necesitaba rehacer su vida. Drew no contestó a sus amigos, que no paraban de hacer planes o inventar cosas para verse de alguna manera por su cumpleaños.
El 16 de abril, Drew se despertó y desayunó, como cada día. Después escribió la nota de suicidio, donde se disculpó ante sus seres queridos (sus padres, sus hermanos y Daiana) por los problemas causados y les quitó toda responsabilidad. Porque sabía que cuando uno se suicida, esa muerte pesa sobre todo el entorno. Drew, que nunca había dicho nada a nadie, que vivía eternamente con una careta, que había hecho de su vida una mentira, les pidió que fueran felices y que no tuvieran ni un solo remordimiento. Cuando terminó, limpió la casa. No quería que nadie viera una sola mota de polvo. No quería generar aún más problemas cuando no estuviera. Entonces, se subió en la camioneta y condujo hasta un lugar ideal para morir. No lo encontró y decidió volver a casa. Se sentó en su sofá, se bebió un par de copas y cogió otra vez la pistola. Decidió, antes de nada, quitar el alcohol de en medio. Nunca había sido un problema y no quería que se relacionara su muerte con lo que no era. Eran las siete de la tarde, apuntó el arma a su cabeza y terminó con su vida. O eso creía.
Una hora más tarde, se despertó desconcertado, bañado en un charco de sangre y otros líquidos que le emanaban de la cabeza. Fue al baño y tomó una ducha. Por el camino, se cayó varias veces, golpeándose la cabeza contra el suelo. Pasó horas despierto. Se lavó los dientes, quiso tapar todas sus heridas y se metió en la cama. Ahí es donde quería morir, pero su mayor inquietud era que todo estuviera limpio, no quería que sus familiares tuvieran encima que limpiar sus restos. Pero ya el 17 de abril, a las siete de la mañana, Drew Robinson no estaba muerto. Se despertó. Se sorprendió por el fuerte dolor. Sentía que la cabeza se le iba a desprender del cuerpo. Pensó en volver a pegarse un tiro, pero en vez de eso volvió a tomar una ducha. Sintió cómo su móvil vibraba, pero no se veía capacitado para leer los mensajes. Estuvo toda la mañana perdiendo y recuperando el conocimiento, sin fuerzas para levantarse, hasta que fue a la cocina y tomó una pastilla para calmar el dolor. Y entonces se hizo una pregunta: “¿Si lo que quiero es morirme, por qué intento calmar el dolor?”. Quizás, realmente, quería vivir. Entonces se hizo otra pregunta, tras pasar por el baño y ver su rostro, absolutamente irreconocible: “¿Habrá jugado alguien en la MLB con un solo ojo?”.
Cogió su móvil y vio los mensajes. Uno era de su padre, que le había avisado de que estaba en su casa, en el garaje, entrenando. Pero que no había abierto la puerta de la casa donde Drew yacía moribundo. Volvió a desmayarse para levantarse a las tres de la tarde. Habían pasado casi 24 horas del disparo. Cogió el teléfono en una mano y en otra la pistola, intentando tomar la decisión verdadera. Acabó llamando a emergencias. En principio, las autoridades dudaron. Podía tratarse de un bromista o de una emboscada para luego abrir fuego contra los policías. No sería la primera vez. “Es imposible que siga vivo alguien que se disparó en la cabeza hace 20 horas”. Pero Drew lo estaba. En el informe policial del suceso, cuando el agente preguntó a Drew por qué lo había hecho, él respondió: “Porque me odio a mí mismo”. Todo su afán era que no se supiera qué había hecho, que nadie informara a su familia y, sobre todo, que no visitaran su casa. Debido a las medidas por el Covid, nadie podía visitar a Drew en el hospital, donde pasó dos semanas ingresado. Daiana, todos los días, condujo durante kilómetros para llegar a las inmediaciones del hospital, donde tras intentar entrar sin éxito se mandaba mensajes de texto con el hombre que le había roto el corazón mil veces pero al que no había dejado de amar ni un segundo.
Como aún le correspondían varias pólizas de seguro de los Cardinals, a Drew le reconstruyeron los mejores especialistas. Más de una decena de cirujanos con más de 30 y 40 años de experiencia que se encontraron con operaciones que nunca habían tenido que hacer. Muchos improvisaron sobre la marcha cuando Drew entró a quirófano. Jamás habían visto algo igual y ninguno se explica aún cómo pudo sobrevivir. Ahora, Drew Robinson asiste a terapia varias veces a la semana. Consume antidepresivos sin pensar que es algo malo. Tiene muchas ganas de vivir, aunque en su familia siempre quedará la misma pregunta: “¿Y si lo vuelve a hacer?”. En su pesar está el no haberse dado cuenta nunca de por lo que estaba pasando Drew durante años. “No es vuestra culpa. Hice vida como un actor de manera sobresaliente durante toda mi vida”, dice Drew. Y si lo hizo tan bien, ¿qué asegura que no lo esté haciendo de nuevo?
Por lo pronto, Drew se entrena a diario en el gimnasio. El 21 de octubre se dispuso a batear al aire libre por primera vez desde el accidente. Con un solo ojo, dejó atónitos a muchos ojeadores que allí estuvieron presentes. “Tiene una oportunidad”, o eso concluyeron algunos. El camino, eso sí, será largo. Porque Drew está bajo el paraguas de los Giants, donde en septiembre, el día Mundial de la Prevención del Suicidio, decidió dar un discurso a todo el roster. Y porque en noviembre, tras llevar varias semanas entrenando ya con un equipo que le ha hecho contrato para practicar con el equipo de las Ligas Menores, se saltó varias clases de terapia y varias prácticas para pensar, de manera pasiva y fugaz, otra vez en el suicidio. Solo fue momentáneo. Sabe que lo que le llevó a pulsar el teléfono de emergencias y no apretar el gatillo otra vez aquel día fue el amor por su familia y su novia. Esos que ahora tiene al lado, más que nunca. En su mente está volver a jugar en la MLB, aunque no sería el primer jugador en hacerlo con un solo ojo. En los Giants creen que puede tener posibilidades de hacerlo. Los médicos avalan que podría hacerlo con un solo ojo, pues para batear uno no necesita toda la visión de profundidad sino fijar un objeto. No será fácil, pero en la vida de Drew Robinson nunca nada lo fue.
Imagen de cabecera: Rick Yeatts/Getty Images
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