Se cumplen diez años de la salida de Ronaldo del Real Madrid. Espoleado por la intolerancia del entrenador, el desamor con la afición y el populismo del entonces presidente, el delantero brasileño abandonó Madrid y La Liga con alguna estridencia pero con el ánimo humeante: intuía que su fichaje por el Milan era un último trámite antes de regresar a Brasil.
Fue un futbolista revolucionario por muchos aspectos, tanto dentro como fuera de los terrenos de juego, más allá de su desempeño deportivo. Protagonista de una Copa del Mundo en la que no disputó ni un solo minuto, la de 1994, el revuelo que su nombre generó en ese campeonato fue su lanzamiento al estrellato internacional. Irrumpió en Europa a través de la puerta del PSV y sonó con fuerza para muchos equipos, incluidos el Real Madrid, el Atlético o el Barcelona.
Este último fue el club que se hizo con sus servicios mediante el traspaso más caro de la historia en aquel momento. Mereció la pena el desembolso porque Ronaldo comenzó a construir su leyenda con sólidos cimientos, cuajando actuaciones fantásticas y dando aire a una entidad que vivía el primer año después de Johan Cruyff. El inglés Bobby Robson fue el técnico encargado de dirigir la transición y encontró en Ronaldo a un buen aliado, siempre que la táctica británica encajara con el albedrío brasileño. Si en Eindhoven el entrenador permitió en su día licencias a Romario consciente de que nunca le podría controlar, hizo lo propio con Ronaldo en el Barça sabedor de que era una buena forma de controlarle: quiso que estuviera tan cómodo en el estadio como en su casa. La pierna derecha del delantero y la mano izquierda del preparador fueron vitales para el éxito en la temporada, de la que únicamente no conquistaron la Liga de entre todos los títulos a los que optaron.
Pero el sueño duró poco, menos de doce meses. Desavenencias con la directiva mandaron al brasileño a Italia. Su etapa en el Inter tuvo de todo pero por desgracia para el fútbol el resumen más frecuente se reconoce por sus graves lesiones. Hay quien defiende que si no hubiera sido Ronaldo la víctima esos problemas habrían acabado con su carrera. Luis Aragonés, en un almuerzo privado, aseguró que de no haberse lesionado, el futbolista habría marcado diez mil goles. De la imagen de las celebraciones a la del dolor sujetándose la rodilla no habían pasado muchos días.
Uno de sus compañeros lo definió al explicar que daba soluciones a sus colegas que nadie podía igualar. La más notable, soltarle un balonazo a cualquier punto del campo rival y que esa jugada finalizara en ocasión de gol. No obstante, en las valoraciones no acababa de haber unanimidad, dado que, si a un profesional del fútbol se le mide por los entrenamientos, Ronaldo era el peor del mundo. Por el contrario, si el baremo es todo lo demás, era el mejor sin discusión. En una ocasión, un dirigente le trasladó el mensaje del entrenador, que se quejaba de que no corría en las sesiones de trabajo. El futbolista le preguntó si había visto alguna vez a un pianista subir a un escenario y dar tres mil vueltas alrededor de un piano: “yo, amigo, soy pianista”, fue su declaración.
El fútbol brasileño tiene muchas máximas, de entre las que destaca que el talento es un don que no se entrena. Ronaldo fue un férreo defensor de esta teoría pero no se diferenció de otras estrellas en su adopción como forma de entender su vida laboral. Su tránsito por el Real Madrid estuvo definido por el contraste entre esta forma de entender a la naturaleza y las opiniones divergentes de sus entrenadores, presidentes y buena parte de los aficionados. Aun aderezadas con el sobrenombre de El Gordito, en su acepción más cariñosa, sus vivencias fueron en general positivas, dado que tuvo la ocasión de sentirse de nuevo futbolista de alto nivel y de recuperar el instinto goleador que había cincelado su carrera. En su casa, el día después de marcar el tanto del empate en el Camp Nou, explicó que sabía que iba a marcar en esa jugada cuando recibió el balón y, en plena carrera hacia el área rival, sintió que el estadio se quedaba en silencio. Hasta ese punto llegaba su conocimiento de sí mismo y del poder de intimidación que aún conservaba.
Fue la cara del gol durante muchos años por su incuestionable carisma, elemento que le diferenciaba de otros magníficos jugadores. Si todo aquello que tocaba Romario lo transformaba en dinamita, o Rivaldo en madera, Ronaldo era capaz de convertir en oro cualquier nimiedad. Gran parte de su éxito fuera del terreno de juego dependió de esa capacidad pero no fue suficiente para evitar que concluyera su carrera europea en un equipo, el Milan, con un nombre inmenso pero un panorama crepuscular. Este fue el último paralelismo que el caprichoso mundo del deporte otorgó a alguien que protagonizó toda una revolución desde el lado más emocionante posible, el de la magia de un pianista del fútbol.
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