Estaba tan nervioso que ni siquiera podía recordar cómo había empezado la discusión. Horas antes eran felices, disfrutaban como pareja de la acomodada vida que puede tener un jugador de la NBA y una estrella de televisión. Todo había desaparecido. La relación de Ryan Anderson, por aquel entonces jugador de los Pelicans, y Gia Allemand no pasaba su mejor momento. Habían tenido otras discusiones, pero ninguna tan fuerte como aquella. Abandonaron tan enfadados el restaurante en el que habían comido que Ryan había decidido pasar la noche en casa de un amigo de su infancia, lejos del apartamento de Gia.
En su casa, Ryan se preparaba para salir cuando su teléfono sonó, era la madre de Gia. No era extraño, le había llamado en otras ocasiones, pero esta vez no podía contestar. Minutos más tarde recibió el mensaje que le hizo pensar lo peor: “Algo va mal con Gia. Tienes que ir a verla”. Ryan se asustó y recordó que meses atrás le había encontrado desmayada en su cuarto después de mezclar vino con su medicación. Inmediatamente arrancó directo al apartamento de su novia. Cuando llegó, estaba tan asustado que dejó el coche mal aparcado y el motor en marcha.
Desgraciadamente, el escenario que encontró Ryan al entrar al piso fue el peor posible. El cable de la aspiradora estaba tan apretado alrededor del cuello de Gia que le costó aflojarlo. Mientras un vecino pedía ayuda médica, Ryan trataba de reanimarla sin éxito. Roto en mil pedazos el jugador de los Pelicans sollozaba en el suelo autoculpándose. Minutos después, cuando la noticia ya había corrido como la pólvora por la ciudad, su entrenador, Monty Williams, se acercó a él como si de un ángel de la guarda se tratase.
Monty y él habían conectado rápido. Ambos eran cristianos y se unieron de inmediato a pesar de las vastas diferencias en sus antecedentes. Esa noche Williams se lo llevó a su propia casa. Ryan se acurrucó en el sofá y su entrenador en el un colchón que habían colocado en el suelo del salón. Si Ryan quería hablar, hablaban. Finalmente, solo cuando salió el sol, Ryan cayó en un sueño irregular.
Su primera reacción fue refugiarse en los suyos. Pasó el resto del verano en casa de sus padres sin apenas comer y leyendo la biblia en silencio. Se sentía culpable y avergonzado. En esos momentos el baloncesto era su última preocupación, así lo sentía y así se lo había permitido su entrenador. El suceso ya aparecía en todas las revistas de cotilleos, los paparazzis le perseguían y le aterrorizaba la idea de volver a salir a una pista ante 15.000 personas.
Fue entonces cuando Monty Williams, en uno de esos momentos en los que un entrenador es actúa como un padre, le llamó para convencerle para que se uniese de nuevo al equipo. El baloncesto ayudaría a traer paz a su vida, la rutina sería terapéutica. Tras una semana hablando con él y su familia, Ryan volvió a Nueva Orleans y se instaló en un hotel cercano al centro de entrenamiento de los Pelicans. Se unió al grupo preparado para responder toda clase de preguntas, sin embargo, todos sus compañeros fueron extremadamente respetuosos y le trataron con total normalidad. Ryan, que se quitaba un gran peso de encima, quiso juntarlos en la sala de vídeo para hablarles de su relación con Gia y agradecerles el apoyo. El primer paso estaba dado.
Jugar en un pabellón sería más complicado. La pretemporada estaba a punto de comenzar y se enfrentaban a los Rockets. Tras diversas súplicas, Monty Williams le dio permiso para que no jugase, pero Ryan sabía que no podía prolongar esa conmoción eternamente. Cuarenta y ocho horas después, los Pelicans jugaron en Dallas. Ryan entró en la pista y miró a los aficionados. En su cabeza ellos estaban pensando: “Ese es el tipo responsable del suicidio de su novia”. Entonces empezó el partido y su conciencia se apagó. Nadie le interrumpió. Corrió, rebotó y lanzó de tres. Nunca se había sentido tan libre en una pista.
Los próximos meses jugó el mejor baloncesto de su vida. Promediaba casi 20 puntos por partido, su equipo estaba ganando y Ryan luchaba por convertirse en AllStar o Sexto Hombre del Año. El 2014 acababa de empezar y se suponía que sería el año en el que pasaría página. Pero una fría noche de enero el destino mandó de nuevo a Ryan Anderson a la lona: dos discos herniados de su cuello le apartaron del baloncesto el resto de la temporada.
Desde ese momento su vida se convirtió en un constante viaje de clínica a clínica. Notó algo peculiar: ahora todo lo que alguien le preguntaba era sobre la lesión. Era como si todo el recuerdo de Gia se hubiera desvanecido.
Incapaz de refugiarse en el baloncesto, Ryan se dedicó a repasar todos los momentos que había pasado junto a su pareja. Se enfocó en los detalles, leyó sobre la depresión y el suicidio y habló con la madre y los amigos de Gia. Observó lo desinformado que había estado, que momentos que le habían pasado inadvertidos podían haber sido señales. Fundó la Gia Allemand Foundation para la prevención del suicidio. Olvidarla no fue su opción, quiso tenerla a su lado toda la vida.
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