El Chimy Ávila fue el primer varón de nueve hermanos. Se crió en Rosario (Argentina), concretamente, en el barrio Empalme Graneros, al noreste de la ciudad. Él no lo sabía, pero su destino ya estaba escrito: iba a ser futbolista.
Se crió en una familia humilde, rodeado de su madre Graciela y de sus hermanas mayores que le inculcaron desde pequeño la pasión por el fútbol. “Dale picante, dale”, gritaba Graciela cada vez que el Chimy se acercaba a portería. De ahí su apodo. La gente empezó a llamarle “Chimichurri” hasta que acabó convirtiéndose en Chimy. Era un niño muy activo, siempre pegado a un balón. Por ello su madre decidió construirle “la canchita” justo delante de la casa dónde vivían. “La canchita” fue la salvación del Chimy, lugar en el que creció y el que lo mantuvo alejado de los peligros que se albergaban en su barrio, Empalme Graneros.
Su debut como profesional fue a la temprana edad de 15 años en la B Nacional vistiendo la camiseta de Tiro Federal. A pesar del salto que dio no fue una buena época para él. Tenía un sueldo muy bajo, de hecho, era tan bajo que iba a entrenar a caballo con la finalidad de ahorrar en gastos. El sabor que se llevó de Tiro Federal fue agridulce: había cumplido su sueño de ser profesional, pero el club le jugó una mala pasada. Fue acusado y detenido por robar material del club y, como consecuencia, lo expulsaron. El Chimy estuvo dos años alejado de las canchas de fútbol. Tenía una familia que mantener y una hija enferma a la que cuidar, por ello, colgó las botas de fútbol y se puso a trabajar de albañil. Su sueño empezó a desvanecerse y a convertirse en una pesadilla.
Pero fue en 2014, por mediación de su representante, Carlos Talo Bielich, cuando el C.A. San Lorenzo quiso confiar en él y darle la oportunidad que, injustamente, le habían arrebatado. Su trayectoria como azulgrana empezó a torcerse cuando el entrenador dejó de contar con él. En ese momento, Leo Franco, jugador con el que había coincidido en las filas del San Lorenzo pero que en aquel entonces estaba en la S.D.Huesca, le ofreció la oportunidad de irse hacia España. El Chimy no dudó, lo mejor estaba por llegar.
Su llegada a Huesca no se produjo hasta 2017. El equipo aragonés se encontraba en Segunda División, pero el objetivo estaba claro: ese año iban a conseguir el ascenso a Primera. El Chimy no había tenido una vida fácil y eso se reflejaba en su carácter. Era un luchador nato y lo último que perdía era la fe. Pero como cualquier juguete roto, necesitaba ayuda. Rubi, el entonces entrenador de la S.D.Huesca, fue su mentor. Ambos encajaron como un puzzle: Rubi le aportó calma y serenidad al de Rosario y el Chimy dio vida a un equipo que estaba resurgiendo.
En su primera temporada como oscense disputó 35 partidos y anotó 10 goles. Pero lo más importante lo consiguió fuera del campo. El carisma del Chimy caló hondo en una afición que nunca antes había tenido nadie en quién creer. El sentimiento y la garra que puso en cada partido hizo que la afición le bautizara como “El Comandante”.
El Chimy marcó un antes y después. No sólo en la S.D.Huesca si no también en el municipio. Hasta entonces San Lorenzo era su patrón, ahora es San Ezequiel.
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