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Tenis

De la pista agrietada de Móstoles a la hierba de Wimbledon

A mediados de 2015, Marcus Willis era un tenista frustrado. Siendo el número 407 de la ATP, había elegido jugar un torneo menor, lejos de su Inglaterra natal y de Birmingham, donde vivía gracias a las clases de tenis que impartía essaywritingservice en un club de la ciudad. Se encontraba en Móstoles, en Madrid, disputando partidos en un complejo con unos estándares muy lejos de los profesionales, en un terreno de pista rápida desgastada, bacheada y parcheada dentro de un polideportivo municipal. Allí, Willis avanzó hasta disputar y ganar la final, seguida por apenas una decena de espectadores que se habían dado cita en unas gradas totalmente improvisadas para el torneo. Un año después, Marcus Willis estaba midiéndose a Roger Federer en la pista central de Wimbledon.

La historia de película. “Un hombre que no tiene nada, contra el hombre que lo ha ganado todo”, definía en la previa del partido John McEnroe para la cadena británica que poseía los derechos del Grand Slam. Pero hay mucha historia antes de llegar a medirse con el suizo. Willis siempre fue un chico talentoso carente de ese otro componente importante para poder triunfar en el mundo del tenis. Su economía no era boyante, los patrocinadores no se rascaban el bolsillo y la carrera profesional de quien había sido considerado un Top15 en su época junior nunca pudo despegar. No tenía los recursos para viajar por todo el mundo jugando al tenis, así que con 21 años decidió colgar la raqueta y empezar a ganarse la vida dando clases en un club cercano a su casa. Llegó a colocarse lejos de los 1000 primeros clasificados en el ranking ATP. Además, nunca había sido muy disciplinado en los entrenos, era más bien díscolo con los rivales, árbitros y entrenadores y poco puso de su parte en llegar a la élite y sí mucho en acabar donde entonces se encontraba.

Pero como aún poseía puntos, de vez en cuando, si el calendario laboral se lo permitía, se daba el capricho de probar en algún challenger y algún futures hasta que en junio de 2014 logró su mejor posición. El 332 del mundo. Apenas tres meses antes se había hecho viral por primera vez en su vida en las redes sociales cuando, en un partido ante Sandgren, decidió comerse en uno de los descansos del set decisivo una barrita de chocolate llena repleta de calorías y una Coca Cola. La situación no habría pasado a mayores, si no fuera porque en ese momento Willis pesaba 116 kilos, muy lejos del peso ideal de un tenista profesional. Acabó ganando el partido, conoció a la que hoy es su mujer y todo supuso un empuje para trabajar, ponerse en forma y recuperar ese toque que poseía. Perdió casi 30 kilos (y aun así siempre se le veía pasado de peso) para intentar dejar atrás esas lesiones que le habían lastrado.

En 2015, sin muchas aspiraciones más que jugar algún torneo de vez en cuando, se alistó en el ITF Ciudad de Móstoles donde se hizo con el título y un año después apareció en la hierba del All England Club para sorpresa de todos. Porque había decidido volver a dejar el tenis. Ya no encontraba pasión en el deporte. Pero su novia le obligó a inscribirse en Wimbledon fuera como fuera. Como última bala. Y él aceptó, resignado, deseando perder cuanto antes y olvidar la raqueta para siempre. La historia fue bien distinta. Willis tuvo que vencer seis partidos para entrar en el cuadro final del torneo. Lo hizo desde lo más bajo, jugando la preclasificación para la Qualy. Y nunca lo tuvo nada sencillo. Cuando el torneo se inició, su ranking decía que era el 772º mejor tenista del mundo. Tras vencer sus primeros tres encuentros, le tocó algo más duro, enfrentándose a tres tenistas entre los 100 primeros y dos que hoy son algunos de los mejores del mundo. Primero fue Sugita, después Rublev y para terminar Medvedev. Se impuso a los tres con rotundidad, cumpliendo un sueño impensable. El 772 del mundo estaba en el cuadro principal de Wimbledon.

Su primer rival ya dentro del torneo iba a ser el lituano Berankis, entonces 54 del mundo. Parecía que ahí acabaría su andadura, pero sin pensar en su rival, Willis se marcó un objetivo. Jugar una ronda más. Sabía que si vencía al lituano le estaba esperando Roger Federer y que podría disfrutar de una jornada de tenis en la pista central de Wimbledon. Avisó a su novia, que por trabajo no había podido acompañarle, que iba a jugar el torneo final. Quiso la fortuna que, en la clínica donde ella trabajaba, una máquina imprescindible se rompiera, no pudiera trabajar, y su jefe hiciera la vista gorda en dejarle marcharse unos días a Londres.

Willis destrozó la moral de Berankis, al que venció en tres sets y se plantó ante la leyenda suiza. Nueve meses después, su novia dio a luz, y ambos mantienen que concibieron a su primer hijo la misma noche en la que venció al lituano. Para sí mismo, ya era campeón. Era impensable ganar a Roger Federer. Solo quedaba disfrutar. Roger venció en tres sets, Willis logró siete juegos, pero disfrutó cada punto como si fuera el último de su carrera. Rio con las voleas de Roger, celebró cada punto suyo hasta en el calentamiento, se metió en el bolsillo a la grada y al propio jugador suizo y no paró de sonreír cada vez que escuchaba a sus amigos entre el público cantar el tan famoso “Will bomb’s on fire” que se había popularizado apenas días antes por el futbolista Will Grigg en la Eurocopa de fútbol. Y tan liberado se sintió, que dejó fluir su calidad anotando el que luego fue considerado el mejor punto del torneo.

Marcus Willis y Roger Federer instantes antes de jugar su encuentro en Wimbledon.

Nada más terminar el torneo, Willis se tuvo que tomar un tiempo de respiro. Una larga lesión le volvió a apartar de los torneos. Gracias a su historia, consiguió un patrocinador de renombre para la ropa y las zapatillas. Debido a la hazaña lograda, pidió una Wild Card para entrar a formar parte del cuadro de Wimbledon en 2017, pero la organización le volvió a remitir a la Qualy. Se quedó a un partido de volver a jugar en el cuadro principal, aunque sí le dieron la oportunidad de jugar en dobles junto a Jay Clarke. Ahí, su nombre volvió a salir a la palestra cuando en segunda ronda derrotaron a la pareja número 1 mundial, formada por Mahut y Herbert. En 2018 apenas jugó, siendo Wimbledon otra vez su sueño, y cayendo otra vez en la fase previa. En 2019 decidió no jugar. Había vuelto a ser padre y necesitaba algo de respiro de un deporte que, económicamente, no le suponía más que pérdidas.

Lleva año y medio sin puntos de ranking ATP y, a inicios de 2020, decidió volver a las pistas para dedicarse enteramente a dobles. Tres semanas antes del parón por la pandemia, había logrado los primeros puntos, situándose el 1382 del mundo. Pero el coronavirus ha frenado su sueño de volver. Ahora, con 29 años y muchos más de carrera por delante, inicia una nueva andadura. Dedicarse en cuerpo y alma a los partidos en parejas. Y ya ha dejado claro que, sin presión ni miedo a nada, es capaz casi de cualquier cosa.

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