Hace años que Australia busca una gran campeona de tenis.
Al margen del sorprendente triunfo de Samantha Stosur en el US Open 2011, el
país de las Antípodas, una de las grandes potencias históricas del deporte de
la raqueta, llevaba 39 años sin ver a una gran campeona ilusionar al país.
Desde los tiempos de la memorable Evonne Goolagong, ganadora de 7 Grand Slams
entre 1971 y 1980.
Pero igual que Gran Bretaña encontró en Andy Murray el
sucesor de Fred Perry, Australia ha podido topar por fin con la mujer que tome
el relevo. Ashleigh Barty, una pequeña tenista que rompe todos los estereotipos
del tenis actual al no llegar apenas al 1’66 de estatura, de origen aborigen
como la legendaria Goolagong, y que ha hecho saltar la lógica por los aires al
ganar, a sus 23 años, su primer Grand Slam. Y en el escenario más impredecible
para una tenista australiana: en la tierra de Roland Garros.
Barty ha estado predestinada al éxito desde su época
adolescente, cuando se proclamó campeona de Wimbledon 2011 y del Open de Australia
2012 en categoría júnior, siendo, en aquel momento, una de las principales
promesas del tenis femenino mundial, y la gran esperanza del tenis australiano,
sumido en una crisis -masculina y femenina- desde hacía varios años.
Pero el camino de Barty no sería de rosas: pese a explotar
como doblista con apenas 17 años -llegó a tres finales de Grand Slam de dobles
en 2013-, el desgaste emocional que le supuso la llegada a la cima acabó con su
carrera. Con sólo 18 años, y tras el US Open 2014, Barty anunciaba al mundo que
dejaba al tenis. En 2013, precisamente, apenas había pasado 20 días del año en
casa. Para una niña de 17 años, era demasiado.
Decidió dedicarse al cricket, uno de los deportes más
populares en Oceanía, y llegó a competir, con las Brisbane Heat, en la liga
femenina de cricket australiana. Sus habilidades en este deporte asombraron al
mundo, alcanzando con facilidad el nivel de las jugadoras que llevaban toda la
vida dedicándose a ello, pero, tras competir durante toda la temporada 2015, optó
por regresar al tenis. A su hogar. Al lugar en el que estaba predestinada a
triunfar.
“Me siento renovada y lista para seguir de nuevo”,
reconocía Ashleigh Barty, de 19 años, al principio de la temporada 2016, en la
que comenzaba su ‘segunda’ trayectoria como tenista. Y los resultados no
tardaron en llegar, pues logró su primer título WTA en marzo de 2017, en Kuala
Lumpur, consiguiendo acabar la temporada entre las 20 mejores jugadoras del
mundo.
Tras un decente 2018 -entró en el top 15 y ganó el US Open en
categoría de dobles-, su explosión ha llegado en 2019: cuartos de final en el
Open de Australia, con una inolvidable victoria ante Maria Sharapova, su primer
gran título en Miami, y, ya como miembro del top 10, Roland Garros 2019. El
éxito que nadie, probablemente ni ella misma esperaba.
Y es que Barty escenifica, pese a su baja estatura, la
tradicional escuela australiana: correoso juego desde el fondo de la pista, uso
de golpes cortados y, sobre todo, una gran habilidad en la red. Y por ello,
muchas miradas apuntaban a ella como futurible campeona de Wimbledon. Pero los
sucesos se adelantaron en París. Con las sorprendentes eliminaciones de algunas
de las favoritas como Halep, Kvitova o Bertens, la australiana se plantó en la
final, donde arrolló a la jovencísima Vondruosova en dos sets.
Ahora, situada en el número 2 del mundo y con una clara
ventaja en la cima de la clasificación anual de la WTA, Barty ha dejado de ser
‘la nueva Goolagong’. Ahora esta promesa, que dejó de creer en sí misma para
probar suerte en otro deporte, tiene su propio espacio en la historia del
tenis, devolviendo a Australia, una de las cuatro naciones que paralizan cada
año al mundo del tenis durante dos semanas al organizar un Grand Slam, al sitio
que merecía. Australia ya tiene su campeona.
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