Es una realidad: la vida es demasiada seria como para que uno se la tome demasiado en serio. Por ello a veces molesta que cualquier cosa afecte a nuestra cotidianidad como un una caravana o una mancha de tomate en tu nueva camiseta. David Moyes no tuvo un periplo para el recuerdo en la Real Sociedad.
Muchos le recuerdan con los cascos puestos, quitándoselos para contestar a unos medios que empezaron a hacerse eco de la tristeza de una afición que esperaba más de un técnico que llegaba del Manchester United y que no mejoraba un equipo a la deriva. Muchas veces su gesto se torcía como si estuviera viendo una película de Nolan. Entendía poco. Su periplo se apagaba en cada espacio entre pregunta y respuesta.
Trató de superar el escocés ese mantra que asegura que aquellos que vienen de las islas, tierra que miramos con recelo desde tiempos inmemoriales en los que Alatriste te proponía un duelo, no triunfan en la península. Poco a poco entendió que, aunque no estemos tan lejos, somos muy diferentes. Duró poco el experimento ya que un año después estaba recogiendo las maletas para volverse a sus tierras. Aunque, unos meses antes, se había dado el gustazo de ganar al FC Barcelona de Leo Messi. Su gran noche.
Los anfitriones necesitaban una dosis del mejor balompié de Moyes para superar el ritmo de los catalanes. Lo evidenció el de Glasgow en la Premier League: líneas juntas, esfuerzo extremo y, sobre todo, buscar el gol en las jugadas a balón parado. Así fue. En el primer minuto Jordi Alba introdujo el cuero en su propia puerta para que cambiara el sino del encuentro. Los txuriurdines entendieron que este era el contexto perfecto: Anoeta, todavía con pista de atletismo, comenzó a vibrar y llevó a sus futbolistas en volandas para sumar un triunfo para el recuerdo. Fue el gran momento de Moyes que, seguramente, se fue felicísimo a su casa sin saber que nunca iba a triunfar en el País Vasco.