29 de julio de 1973. En el circuito de Zandvoort, Holanda,
el Mundial de Automovilismo iba a escribir una de las páginas más trágicas de
su historia. En un campeonato dominado por el británico Jackie Stewart, dos
compatriotas suyos iban a dejar para la posteridad una de las acciones más
impactantes y sorprendentes de siempre.
Roger Williamson, un prometedor piloto de 25 años nacido en
Reino Unido, disputaba su segunda carrera en el campeonato saliendo desde la
última plaza. Williamson había calificado el 18º, estando 3 puestos por delante
de su compatriota David Purley pero, tras un fallo en la vuelta de
reconocimiento, su monoplaza debía salir desde la última posición, 3 puestos
por detrás.
En sólo seis vueltas, Williamson había conseguido ascender
desde el último lugar hasta la 13ª plaza, asombrando a todos con una remontada
espectacular en los primeros compases de la prueba. Sólo era su segunda carrera
y ya levantaba grandes expectativas entre los habituales del paddock. Hasta que
se cruzó con la curva maldita.
En el séptimo giro de un total de setenta y dos, el March
rojo de Williamson vio cómo una de sus ruedas se reventaba, perdiendo el piloto
el control de su monoplaza, que se incendió por la fricción del tanque de
combustible con el suelo. En segundos, el rojo del automóvil se desvaneció y
sólo se veía una llamarada naranja que se deslizó por la pista boca abajo casi
300 metros dejando una bola de fuego a la derecha de la pista. Williamson, dentro,
no estaba herido de gravedad, pero estaba encerrado entre las llamas.
David Purley, que estaba completando su vuelta, vio
anonadado el trágico accidente de su compatriota y no dudó en parar su
monoplaza a la izquierda del asfalto, se bajó y atravesó la carretera sin
importarle siquiera los coches que venían de frente que seguían compitiendo. Se
pegó un sprint de 50 metros y raudo y veloz llegó a la altura de Williamson.
Intentó, sólo, voltear el coche con el número 14, sin percatarse del peligro de
las llamas que podían abrasarle. O peor, que una explosión desintegrara todo lo
que les rodeaba.
Entonces llegaron dos comisarios del circuito, que se
quedaron mirando ante la impotencia de un Purley que no podía solo contra el
peligro. Ante la pasividad de los ayudantes, Purley, en un gesto desesperado,
fue a buscar un extintor con el que empleó todas sus fuerzas en apagar las
llamas. Los comisarios solo miraban y se dedicaban a advertir del peligro a los
demás pilotos que seguían en carrera, pues la prueba seguía su curso.
Segundos que se hicieron minutos. Minutos que se hicieron
horas. El extintor no tenía más líquido y Purley lo había dado todo. Se apartó
del coche un par de segundos, desolado y decepcionado. Con gestos de rabia.
«Un intento más», debió pensar. Y con un nuevo ataque de impotencia
volvió para voltear el coche. Los comisarios sólo se acercaron para
impedírselo. Decenas de aficionados que lo estaban viendo trataron de saltar
las vallas para ayudar a los dos británicos, pero la seguridad del circuito se
encargó de mantenerles a raya con perros policía.
«¡Por Dios Santo, David, Sácame de aquí!», así es
como Purley contó años después que escuchaba a Williamson encerrado entre las
brasas. «Yo no pude voltearle, simplemente no pude. Podía ver que él
estaba vivo y le oía gritar, pero no pude dar la vuelta al coche. Intenté que
la gente me ayudara y si hubiéramos podido girar el coche él estaría bien, le
podíamos haber sacado», señalaba un David Purley entre lágrimas.
Habiéndose forjado en el ejército durante años, Purley
reconoció que casi no conocía a Roger Williamson. Después de todo, solo era la
segunda carrera de este y una de las primeras de Purley. «Sólo fue un acto
reflejo, como en el ejército. Sólo se trataba de un hombre que necesitaba ayuda.
No recuerdo cuándo paré el coche, ni cuándo corrí para ayudarle, sólo recuerdo
que nadie me ayudó, de hecho, los demás pilotos ni siquiera levantaban el pie
al pasar por el lugar del accidente».
Todos los demás pilotos se escudaron en la triste idea de que
no sabían de quién había sido el accidente, argumentando que creían que se
trataba del propio Purley tratando de salvar su monoplaza. Difícil de creer
cuando el coche de Purley estaba sólo a unos metros del accidente en un estado
impecable.
Roger Williamson perdió la vida en aquella fatídica curva, ante la pasividad de decenas
de comisarios y sin la ayuda de sus compañeros de parrilla. Purley, desolado,
solo pudo dejar para el recuerdo las infinitas lágrimas y llantos. Una foto que
sirvió para ganar el premio a la mejor fotografía del año, pero que no recuperó
a Williamson a la vida.
Mientras los médicos retiraban el coche y el cuerpo ya sin
vida del británico, Purley solo pudo quedarse en una esquina del circuito,
sentado, solo y llorando. «Me siento extremadamente triste y
culpable», fueron las palabras de un joven Niki Lauda que apenas estaba
empezando en el mundo del motor. David Purley nunca ganó una carrera, nunca
consiguió siquiera puntuar, pero aquel día se ganó los corazones de todos los amantes
del deporte en general y del automovilismo en particular.
Sus desgarradoras imágenes, su valentía y su desesperación
por salvar a Roger Williamson, le sirvieron para ser condecorado con la Medalla
de Jorge al mérito británico. Una condecoración que seguro cambiaría por la
vida de Williamson.
Años más tarde, Purley regateó a la muerte con un accidente
en el que todo el mundo temió por su vida. En casa, en Silverstone, un fuerte
accidente que cerca estuvo de matarle, le introdujo en los libros del Record
Guinnes. A una velocidad de 173Km/h, su monoplaza impactó contra un muro de
frente mientras su pedal de acelerador se había quedado atascado. El coche pasó
de tal velocidad a 0 en sólo 66 centímetros, haciendo soportar a David una
fuerza G de 180, entrando así en el Record Guinnes como el hombre que había
sufrido una mayor desaceleración en la historia y que había permanecido con
vida.
Una vida por la que se temió debido a la multitud de
fracturas y de paradas cardiorespiratorias que el británico sufrió en las
siguientes horas. Nunca más volvió a competir en F1. David Purley falleció a la
temprana edad de 40 años en un accidente aéreo, cuando tras una mala maniobra,
su avioneta se perdió en las profundidades del mar a la orilla de Bognor Regis.
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