Hace no demasiado tiempo le leí a Enrique Ballester en Twitter que la suya, la mía también, sería la primera generación que pasaría directamente de la infancia a la senectud. Unas cuántas dosis de inmadurez vehiculadas todas a través del fútbol en particular y del deporte en general. Vinculadas a la compra compulsiva de camisetas, a la final de la Champions vista cada año como si fuera el fin del mundo o a la ilusión desbordante por un fichaje de tu equipo más que por la boda de tu hermana. También con los cromos de los Mundiales, affaire del cual habrá tiempo de hablar en este espacio en semanas venideras. Todos ellos, inputs que entraron en nuestro sistema cognitivo a partir de los 8-12 años para ya no irse jamás.
También nuestros ídolos han tenido algo que ver. El año pasado, tras la retirada de Gasol, nos dio un vuelco el corazón. Tras presenciar su carrera interminable de cabo a rabo, desde su Copa 2001 en Málaga hasta su crepúsculo en los JJOO de Tokio, pasando por todo su periplo NBA, en el que terminó por estar en el top-3 de mejores europeos de toda la historia de la competición, algo se rompió dentro de nosotros cuando apareció trajeado en un hotel de Barcelona para decirnos que nunca más volvería a vestir de corto.
En España, el verano de 2021 fue lacrimógeno en ese aspecto. Unas semanas antes, fue Messi el que partió de Barcelona. No se retiraba, puesto que iba a uno de los clubes pujantes del momento. Un equipo al que quieren pintar como el demonio por tener una inyección indecente de capital externo. Como si eso no hubiera pasado en los noventa con la Lazio y el Parma. Como si eso no hubiera sido así en los setenta y los ochenta con el hoy recordado New York Cosmos. Lo de siempre, vaya. La nostalgia mal entendida. El caso es que Leo se marchó y nos dejó vacíos. No solo a los culés, también al resto de rivales y aficionados de LaLiga, al que sufrirle también formaba parte de una liturgia que ya jamás se volvería a repetir. Él seguiría compitiendo por todo, pero sus cabriolas ya no formarían parte del día a día más cercano. Era el fin de una era.
Con Nadal estamos todos acongojados, más todavía los que nacimos en 1986. El de Manacor se resiste a la naturaleza, que le recuerda que ya ha llegado la hora a base de dolores insoportables en el pie –pero que siempre soportó, por otra parte– o de brecha en el abdomen mientras trata de plantarse en unas semifinales de Wimbledon. También en forma de alopecia incipiente. Pero claro, él se resiste al paso del tiempo ganando Grand Slams. Y ahí no hay consejos que valgan, ni siquiera los de un padre. Sí que es cierto que lo de Alcaraz nos quiere advertir de que algo está pasando (básicamente, que los jóvenes ya no somos nosotros).
De pronto y de forma paralela, nos sobreviene la muerte de Isabel II, un ente casi etéreo al que ya habíamos considerado inmortal (con Gorbachov había sucedido lo contrario: todos le dábamos por desaparecido desde hacía años, pero resulta que estuvo rondando por aquí hasta finales de agosto). Elizabeth Alexandra Mary había vivido todos los Mundiales, pero se quedó a las puertas del último. Algo que no habría ocurrido de ser el próximo un Mundial al uso, veraniego como los de toda la vida. Pero ése es otro debate. Pero sí, la sempiterna Reina de Inglaterra también nos había hecho creer, en cierto modo.
El espectro está repleto de casos que nos confunden en la adquisición de esa identidad adulta. También esa danza de Auba en la ciudad condal nos ha reconciliado con nuestros infantiles anhelos. Con treinta y tantos, el gabonés llegó aquí con una sonrisa juvenil y el rendimiento de fenómeno en ciernes. Un fichaje de invierno que dejó el mismo sabor de boca dulce que deja un amor de verano. Aparición inesperada. Ausencia de reproches. Nada de celos. Solo alegrías cuando se ponía el sol. Dio todo a su afición en ese efímero paso por Arístides Maillol y, para colmo, dejó réditos monetarios. Lástima de esos delincuentes que, ya en el desenlace del mercado veraniego, ensombrecieron el guion de una historia que, por breve, tenía visos de perfección.
Ahora, además, han surgido los que se antojan como exponentes definitivos para nuestras esperanzas. Tras el par de peldaños que Leo y Cristiano bajaron en los últimos episodios del calendario, han aparecido un nuevo tipo de seres dispuestos a hacernos creer. Delanteros como Karim Benzema y Robert Lewandowski, situados ya en el ecuador entre los 30 y los 40, una fina línea que parece marcar algo, aunque no sepamos qué. El francés y el polaco regalaron la mejor de sus actuaciones durante la temporada pasada, no solo a nivel goleador. Y ahora quieren protagonizar una puja apasionante en LaLiga. Ellos, que con 27 años anhelaban el nivel y reconocimiento que dan los Balones de Oro, han llegado a 2022 con la capacidad de ser decisivos de forma regular, algo que el rosarino y el de Funchal van perdiendo de forma paulatina. Ahora son ellos los portadores de la bandera de nuestra resistencia. Valores seguros en nuestro rechazo al ocaso.
Con ellos, adquirimos nuevas esperanzas. Podemos seguir siendo críos. Podemos seguir pensando que nos da para todo. Seguimos posponiendo el asentamiento de esas cabezas que se pierden todavía en festivales de verano y vermuts de fin de semana. Que creen que la compra de un piso sigue siendo aplazable si se tira de alquiler, aunque sea a un precio obsceno.
La hostia dolerá, porque todo llega, aunque sea tarde. Si la muerte es lo único seguro en esta vida, el camino hacia ella lo es todavía más. Nos queda la nostalgia, esa arma de doble filo que en ocasiones actúa como placebo y por momentos se antoja necesaria, siempre mejor acompañada de la justa dosis de memoria. No todo tiempo pasado fue mejor, con lo que luchar contra la melancolía solo debería ser un reto si así nos alejamos de la falsa felicidad. ¿Se puede mirar atrás y hacia adelante? ¿Es factible asomarse cada mañana al Rose Bowl de Pasadena más noventero y después imaginarte a tu equipo en la próxima final de la Champions? Yo creo que sí. Sigamos creyendo. Para llorar siempre hay tiempo.
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