La ciudad de Terracina ve asociado su nombre y el ciclismo a una desgracia. En 1969, la primera vez que el Giro llegó a esta localidad costera del Lazio, una grada abarrotada de gente ilusionada con ver a algunos de los grandes ídolos del ciclismo de la época, se desplomó al paso de los ciclistas en la recta de meta. Ganó el mejor de todos los tiempos, Eddy Merckx. Pero eso no importaba. El pequeño Gianfranco, de solo 11 años, falleció en el momento.
Tampoco fue un buen día de ciclismo, afortunadamente por razones nada trágicas esta vez, el que rellenó la 5ª etapa del Giro. El habitualmente soleado Agro Pontino quedó cubierto y un inagotable aguacero acompañó durante la corta (140 kilómetros), prácticamente llana, que unía Frascati y Terracina, asomada al fondo del golfo de Gaeta.
Solo Louis Vervaeke -ya sin su líder, Tom Dumoulin, que abandonó al inicio del día con una rodilla destrozada-, resistió en una fuga en la que el resto de integrantes desistió pronto de luchar contra la climatología. No era una jornada hecha para el disfrute y el Giro lo entendió al neutralizar los últimos nueve kilómetros de circuito urbano antes de meta para evitar peligros con los numerosos charcos -había hasta algún pato por el lugar- que se habían formado por la lluvia.
No fue pato, sino cisne, Pascal Ackermann, al que desde su altura y corpulencia no le ha entrado vértigo en su primera gran vuelta por etapas. Segundo triunfo, vistiendo la icónica maglia ciclamino, y consolidación: a la sombra de su compañero Sam Bennett, que en el último Giro ganó tres etapas, apareció hace un año para crecer sin hacer ruido y florecer esta temporada. Su triunfo entre las aguas de Terracina fue además la demostración de una versatilidad admirable que le puede augurar muchos años en la élite. Una fuerza de la naturaleza frente al academicismo de la volata.
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