Pocas veces aparecen arqueros capaces de maravillar a las personas con su presencia. Por lo general, el puesto requiere de algunos pocos (pero importantes) puntos para tener en cuenta: agilidad, visión, temple y un poco de locura para usar cualquier parte del cuerpo para que el cuero no termine entrando en la portería. Algunos han incorporado otras cualidades, como la voz de mando, el uso de los pies o incluso indumentarias llamativas para, justamente, llamar la atención. ¿Pero que es lo que lleva a un cancerbero a ser un miembro importante en la gran mesa del Olimpo del fútbol?
Quizás estemos más cerca de averiguarlo si le preguntásemos al paraguayo José Luis Félix Chilavert González (Luque, 27 de julio de 1965). Si logramos adentrarnos dentro de aquel muro llamado ego -por supuesto que bien sustentado-, en el que seguramente el lector llegue a la conclusión de que no ha ganado nada, encontraremos a un portero de época, porque convirtió al arco en una zona con matices que antes no poseía.
Chila fue un jugador que hizo que los niños quisieran ponerse los guantes antes que los botines, porque veían en él a un gladiador capaz de plantarle cara a cualquier rival y con cualquier camiseta que se puso, fuera la del humilde Sportivo Luqueño o la del colosal Vélez de los 90´. No solo transformó a su zona de confort en un área balcanizada por sus salidas, su uso del cuerpo, su potente voz y esa mirada que podía llegar a amedrentar hasta al delantero más pintado, si no que también fue una gloria con los pies, al punto de transformarse en uno de los mejores pateadores de tiros libres de la historia.
Ya en su patria se dio cuenta de que no solo debía dedicarse a conservar el cero en su valla (algo en lo que tampoco le iba mal), pero sería en el conjunto de Liniers donde terminó por consagrarse, tras pasos por el Guaraní, San Lorenzo o el Real Zaragoza. En el Fortín se convirtió en el primer número uno en anotar un gol de tiro libre en la Argentina, un 2 de octubre de 1994. Faltaba poco para el final y el encuentro ante el Deportivo Español estaba igualado sin goles. Ya estaban todos exhaustos: había llovido y la cancha era un lodazal, por lo que no era raro ver las camisetas blancas (con la V azulada) de Vélez total o parcialmente marrones. A Chilavert esto no se le notaba, no porque no se hubiera arrojado al piso, sino porque usaba un buzo amarillo con vivos rojizos y negros. Al borde del área hubo una falta y él, siempre con el pecho inflado, dijo “aquí estoy yo”. Ninguno de sus compañeros se animó a discutirle algo a aquel espartano venido de las tierras rojas de Luque y este fue, confiado, a buscar al balón. Lo acomodó en el barro, se subió las medias y dio unos pasos hacia atrás. Y lo siguiente que pasó fue que el arquero visitante tuvo que ver como el esférico se le metía en el ángulo. Gol…¡golazo!
Aquello, que todavía sonaba a rareza, terminó transformándose en algo casi cotidiano en el ámbito del fútbol argentino. El guaraní siempre pedía pista para todas las pelotas quietas, sin importar si era un penal o un tiro desde la mitad de la cancha. Si, desde allí también le convertiría un más que recordado gol a Burgos, el guardián del arco de River.
“En el mundo va a ser imposible que me reemplacen. Antes, los arqueros sólo estaban para atajar; hoy es distinto. Yo revolucioné el puesto, no va a haber un arquero que supere lo que yo hice” le diría a la revista El Gráfico cuando se retiró, sabiendo que en su día fue el arquero más goleador del mundo con nada menos que 62 dianas y cuando ya tenía en sus vitrinas varios títulos (entre ellos una Libertadores y una Intercontinental y hasta lauros como el haber sido el Futbolista Sudamericano del Año, de la Argentina y hasta del mundo (por parte de la Federación Internacional de Historia y Estadística de Fútbol o IFFHS en sus siglas en inglés).
Chilavert fue un portero amado por los propios y odiado por los demás, ya que, debido a su temperamento, no podía no salir a combatir para defender a los suyos. Incluso ha tenido la valentía de luchar ante su propia hinchada o sus propios dirigentes si era necesario. Por eso era un líder por el que los suyos muchas veces se desvivían, aunque sus rivales lo miraban con los ojos inyectados en sangre, como le pasó a un Óscar Ruggeri que casi lo quiera a propósito en un cruce.
Amó jugar con su selección y es por ello por lo que sigue sufriendo no haber podido llegar más lejos con ella. En 1998 Francia logró vencerlos recién con un gol de Blanc en el minuto 114 (y, lo que fue más doloroso, en aquel momento existía el gol de oro), mientras que en el 2002 Alemania sería el que los dejaría afuera, con Neuville marcando a los 88´. Dos veces tan cerca, dos veces muriendo en la orilla ante futuros finalistas, lo cuál habla del valor agregado que José Luis le dio a la albirroja.
Cuando decidió colgar los guantes en el 2004 (tras vestir las camisetas del Racing Club de Estrasburgo, Peñarol y de nuevo Vélez) lo hizo por todo lo alto, sabiendo que muy pocos conseguirían igualar o superar sus gestas. Pudo haber jugado en clubes como Boca pero quiso seguir defendiendo el escudo del equipo del cual se enamoró, lo que agrandó más su figura. Campeón, guerrero, figura, genio, loco, conflictivo, compañero, visionario, técnico. Ganador. ¿Acaso tu has ganado lo mismo que él?
Imagen de cabecera: DANIEL GARCIA/AFP via Getty Images
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