Hace unos años, leí una pequeña novela, ‘El sol de los Scorta’, que me introdujo una profunda curiosidad por el Gargano. Una pequeña región, desconocida para muchos incluso en la propia Italia, agreste, incómoda, asomada a un mar cristalino sin la simpatía de la vecina Salento.
Me atraía esa contradictoria mentalidad que provoca la mezcla de miseria y apego, el sol que cae a plomo, que alimenta y destruye, ‘i mangiatori di sole’ que vuelven porque a veces hay que dar la vuelta al mundo para descubrir que la verdadera felicidad está en las raíces, en la tierra.
Tierra de bandoleros, en busca de pan entre laderas de bosque bajo y seco, por caminos antaño casi inaccesibles que van desde el Apenino hasta el mar por el lugar más complicado posible. Un ambiente ideal para una decena de forajidos que se lanzaron a por el éxito en San Giovanni Rotondo, donde terminaba la ruta de la sexta etapa del Giro.
Entre ellos, un experto en estas lides, curtido pese a su juventud en escaramuzas similares, de aquellas que abundan por la geografía italiana: en el Apenino, las Marcas, Sicilia, incluso el sur de Francia, allí donde haya terreno para atacar. El éxito le había llegado por partida doble en el norte, en el Trentino, un preludio ideal para Fausto Masnada.
Su movimiento llegó en el acceso al Gargano, donde su navajeo dejó sin respuesta a la mayoría de sus compañeros de aventura. Solo le acompañó uno, también local, Valerio Conti. Entre bandoleros se entendieron: era fácil repartirse el botín. Masnada se quedó la victoria de etapa, la mejor de su trayectoria; para Conti, el sueño de cualquier italiano, el maillot rosa. El cacique del lugar hizo la vista gorda, le convenía esta vez: Primoz Roglic y su equipo pueden descansar sin la presión del liderato.
El sol, hasta entonces oculto, se asomó: el de los Masnada, el de los Conti, el de aquellos que saben por dónde pisan y dónde encontrar la felicidad.
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