Como en los Reyes Magos o en las cigüeñas de París, creí en el Balón de Oro durante años con la delicada ilusión de un niño. Hoy, unos cuantos desengaños después, contemplo su tediosa gala desde el sofá de mi casa, más obligado por la antigua leyenda que por la futura. Ahora que se han apagado los focos, devuélvanme de una vez el balón de cuero.
Recuerdo que, siendo yo todavía un crío fascinado por la iluminación del Bernabéu, apareció vestido de enemigo azulgrana un tipo al que bauticé como Ronaldo Nazareno. Mi madre argumenta que lo etiqueté así porque, durante su primera aparición en la tele, imitaba al Cristo del Corcovado en una de sus inigualables celebraciones, lo que me recordaba al Nazareno del pueblo. La similitud con su verdadero apellido hizo el resto. El caso es que, confusiones nominales a parte, crecí sintiendo primero miedo y más tarde admiración por aquel Ronaldo que avasallaba a sus enemigos. Por eso, cuando en algún momento de aquella todavía floreciente carrera, alguien le fotografió besando el Balón de Oro, yo creí ver al mismísimo Dios (perdonen la mística del artículo) disfrazado de jugador de fútbol.
Recuerdo también cómo escuchaba cada cierto tiempo los nombres de aquellas figuras que protagonizaban los cromos más relucientes de mi álbum exclamados por algún hortera con pajarita que se afanaba en leer el sobre con firmeza. Yo admiraba a aquellos tipos como si de extraterrestres se tratara. Verdaderos triunfadores capaces de eclipsar a cualquier ser que osara acaparar los pósteres de mi habitación. Creo que ni siquiera los había visto jugar antes, pero el hecho de posar para France Football (qué poco escuché estas dos palabras ayer) ya les convertía en ídolos escondidos en algún lugar de mi subconsciente.
Eran años difíciles para el madridismo, y las pocas veces que alguien conocido protagonizaba alguna de esas portadas llevaba siempre la camisola del Barcelona. Es por eso que sentí una (también delicada) envidia por tipos como Stoichkov o Rivaldo, a quienes la vida había colocado en la cúspide balompédica en lugar de a mis amados Raúl o Hierro.
Después llegó Florentino, con ese aire mesiánico que plagó la Castellana de flashes relucientes. Hay quien dice que se desea la piel del oso hasta que se caza. Después se vende con desgana, como un personaje de Fitzgerald que huye del éxito por pereza. Es en este punto donde sospecho que comenzó a romperse mi idílica relación con el dorado esférico. Por mi casa desfilaban Figos y Zidanes acariciando el trofeo y, ahora que podía tocarlo, empezaba a imaginar que aquel oro venía del mismo lugar que ese que regaló Melchor.
Mi ruptura total con el prestigioso galardón llegó gracias a (nótese que utilizo ‘gracias a’ y no ‘por culpa de’) un par de episodios separados por cierta distancia en el tiempo.
El primero aconteció de nuevo en el sofá de mi casa. A través de la televisión, pude ver cómo un reportero le preguntaba a Thuram, un mastodóntico central francés, por su favorito para llevarse el trofeo a casa. El galo, con desgana, contestó: «si ese trasto lo recoge el mejor, que se lo lleve Zidane todos los años». Sobra decir que yo estaba de acuerdo con aquella declaración y que, al resultar un deseo irrealizable, concluí que algo de falsedad escondía el áureo metal.
Pero esa falsedad terminó de calar en mí cuando, ya con la revista francesa haciendo tándem con la FIFA, unos cuantos delincuentes decidieron robarle el Balón de Oro a España en 2010. Digo bien: España. Y es que ese premio no era para Xavi o Iniesta, era para una nacionalidad, la española, que de oro sólo tenía el siglo XVII.
Desde entonces, con Messi y Cristiano pasándose la bola como si de una pared se tratase, poco o nada queda ya de aquella frágil ilusión de niño. Sólo me queda abrir otra cerveza y esperar a que la gala se acabe de una vez, consciente de que este sarao solo les preocupa a los que ganan dinero con él, es decir, al futbolista triunfador y a la FIFA. Yo, mientras tanto, espero a que me devuelvan el balón de cuero. Ése que, por fortuna, no reluce.