Por más que las busco no las encuentro. Y lo que es peor, no hay indicio alguno de que pueda llegar a disfrutar de nuevo de esas memorables jornadas futbolísticas vespertinas del domingo.
Ha llovido mucho desde entonces, y el fútbol, como la vida misma, ha evolucionado a un ritmo vertiginoso, insultante tal vez. De un tiempo a aquí vengo recordando con cierta nostalgia aquellas tardes de domingo de mi infancia en las que ya en la sobremesa me invadía un nudo en el estómago. Era acabar de comer e instalarme en mi cuarto, aislarme de mi familia, del mundo entero y confiar toda mi suerte al transistor.
Desde los siete u ocho años éramos como uña y carne, hermanos inseparables. «Quedábamos» regularmente a eso de las 16:00-16:30 horas, juntos conocíamos de primera mano todas las alineaciones y previas de los partidos que comenzaban a las 17:00 horas. Y juntos nos embarcábamos en el devenir de cada uno de ellos como el fiel lector que cuando devora un libro crea su propia aventura, la imagina y la viste a su antojo.
Venían a ser dos horas de auténtico infarto, de nervios, muchos nervios, dos horas en las que no dejaba de escucharse ese sonido sublime que tanto anhelo, ese: «pi pipi pi pi pipi pi pi pipi pi pi pipi pi» que daba pie a, sirva de ejemplo: «hay gol en Logroño, conectamos con Las Gaunas». Además, solía ser bastante habitual que coincidiesen en el tiempo dos o más goles para desesperación del moderador de turno. Recuerdo incluso vaticinar y tratar de averiguar si el gol era local o visitante en función del ambiente que se daba al conectar con el corresponsal de cada estadio. ¿Lo recuerdan?
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Salvo error, solían disputarse en el mismo horario ocho partidos mientras que los otros dos restantes se jugaban en la noche del sábado por La2 y en Canal+ la noche del domingo cerrando la jornada con un Carlos Martínez que ya apuntaba maneras de convertirse en quien es actualmente, el mejor narrador deportivo de este país sin duda alguna.
En una familia donde el fútbol no resultaba ser un plato apetitoso sino más bien una imposición insalvable, ese momento de la semana resultaba ser vital, de una importancia extrema. Era mi momento, en mi soledad, y sólo yo puedo saber todo lo que sentí y gocé escuchando cientos o miles de goles casi siempre pegado a él, a mi transistor. No saben cuanto lo echo de menos.
Y digo casi siempre porque algún domingo al mes era un ritual ir a comer a Montañana a casa de mis abuelos junto a mis padres, hermano, tíos y primos varios. Ahí la cosa se complicaba y aún se acentuaba más si cabe mi enfermedad por, como dicen algunos ingenuos, ver a 22 tíos correr detrás de un balón. Si sólo fuera eso…
Volviendo al meollo del asunto, concluida la comida familiar mi meta era hacerme con el monopolio del mando de la televisión, lo cual conseguía finalmente no sin muchas dificultades, y conectar la tele permanentemente al teletexto. Sí, han leído bien, al teletexto, con dos cojones. Es importante comentar para entender la magnitud de mi «hazaña» que en el salón de mis abuelos, enorme, el televisor quedaba justo en medio de la habitación por lo que ello implicaba que los doce o trece comensales que nos juntábamos frecuentemente se «tragasen» por real decreto, les gustase o no, la estampa de verme ajeno a cualquier conversación familiar en curso y escucharme radiar cada uno de los goles que se iban produciendo con el paso de los minutos.
Tenías y debías estar atento al televisor porque, si lo recuerdan, los goles que se marcaban se reflejaban a modo de parpadeo durante sólo unos minutos. Cualquier distracción o despiste resultaba ser fatídico, de ahí que durante esas dos horas mi comportamiento resultase similar al de una momia, imperturbable. Por no hablar de la agonía que vivía un servidor cuando tu equipo ganaba por la mínima hasta ver como el teletexto confirmaba el final del partido y la suma de dos puntos -que no los tres actuales- que otorgaban una victoria. Hasta el punto de acercarme al televisor y tapar con la mano durante ese eterno tiempo de descuento el marcador del rival, pensando que de esa manera no parpadearía ni llegaría el gol fatídico que alterase el resultado final. Como dirían y me dicen mis amigos cántabros varios: «de traca».
Imagino que muchos de ustedes, salvando las distancias claro está, ven reflejada en estas líneas aquella tierna y singular infancia balompédica que vivimos. Eran otros tiempos y se quedaron en el pasado para no volver. A día de hoy nos encontramos inmersos en una vorágine televisiva atroz que ha conseguido desposeer de todo encanto a las infames tardes de los domingos.
Siempre nos quedará el recuerdo, y en mi particular caso, ese transistor abastecedor de goles y alegrías o, en su obligada ausencia, esa página del ya a desuso teletexto. Aquellas tardes de domingos, ¿dónde están?
Periodista de vocación frustada, amante del fútbol, seguidor del FC Barcelona y con todavía muchos, quizá demasiados, sueños por cumplir.
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