Durante toda la historia del fútbol al gol se le ha otorgado
una importancia casi totémica. Ha sido el catalizador del idealismo futbolero.
El único terreno donde no cabe la discordia, ni el contraargumento, donde todo
se asume como cierto: el gol es el gol. No hay más que hablar. Es lo que pone
orden en la anarquía, empeñada en desechar mundos estructurados, plagados de
normas y de pizarras con flechas, figuritas de metal imantadas y mucha táctica.
El gol lo resiste todo, en definitiva. No hay análisis sangrante si se analiza
desde la perspectiva del gol.
Y es justo lo que el Real Madrid ha venido imponiendo de un
tiempo a esta parte, en realidad sin distinguir a quienes tuviera al frente del
banquillo. Mourinho, Ancelotti, Benítez, Zidane… Todo el devenir del Real
Madrid (también el histórico, dos Ligas de Campeones consecutivas mediante) ha
estado tamizado por un cierto descontrol, una anarquía moderada, donde todo se
desata y los mares se embravecen, pero sostenido por el clamor de los goles,
donde el Real Madrid ha tenido pocos rivales a lo largo de su historia.
Ahora los goles aparecen con cuenta gotas y el Real Madrid
queda desnudo, sin el auspicio de la efectividad, esa que le ha encumbrado
hasta las cotas más altas de éxito. Sin el gol el Madrid parece vulnerable y su
herida sangra más. Porque las razones se tumban con goles (lo único que vale,
que cuenta y que suma, recordemos), pero sin ellos todo se acentúa. Lo malo se
hace peor y lo bueno enmudece.
El Real Madrid que finalizó el partido en Mestalla con una
ventaja considerable sobre el Valencia no es mejor que el que cayó de forma
estrepitosa contra el Leganés en el Bernabéu. En consecuencia, tampoco el
equipo raquítico y con dudas que se nos presentó en Copa es mucho peor que el
que ganó en Valencia. Todas las diferencias entre uno y otro fueron los goles
que no entraron y los que sí lo hicieron. Pero el Madrid ante el Valencia
volvió a mostrar dudas, estuvo a punto de dejarse empatar y de nuevo pareció
sin músculo para aguantar los noventa minutos.
Alguien me contó una vez que aquellos policías
antidisturbios, capaces de bregar en los asuntos más espinosos de la
delincuencia, no conformaban un grupo de élite por ser los más atléticos
físicamente, ni los más finos tiradores. Todos ellos formaban un grupo
homogéneo, de personalidades similares, capaces de anticipar la reacción del
compañero ante un momento complicado. Al equipo blanco le falta un plan de
juego, una univocidad en la reacción, el faro del que todos se fíen cuando
vengan mal dadas. No basta con reunir grandes jugadores y ganar partidos
incómodos para descansar del agobio social durante una semana.
Al
Real Madrid le salvaron los goles en Mestalla, donde se preveía un nuevo
derrumbe. Y es lo que hace que a Zidane la soga todavía no le apriete. Por eso
el francés confía en que llegue la pegada. Los goles. Aquellos que pongan paz
en un equipo anárquico. No es poca cosa.
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