Decía Albert Einstein que hay dos cosas infinitas: la estupidez humana y el universo; sin estar seguro de lo segundo. Quizás el científico nunca pensó que aparecería en tantos artículos -ya emerge hasta en los de fútbol-, aunque si pudiéramos, en un momento de locura, levantar su tumba y hacerle hablar, seguramente alargaría su frase para afirmar con resignación que con Leo Messi también tiene una certeza: que puede hacer cualquier cosa. Y lo probaría científicamente, después de vanagloriarse por haber previsto lo de los agujeros negros hace un siglo, cuando nosotros nos aseguramos de ello la semana pasada. No está mal, Albert. Lo del rosarino no es normal, ya que está extinguiendo lo más bonito del balompié; lo ignoto, la incerteza. Cada vez que coge el cuero en la frontal del área son 3 puntos. Lo hace también en la Champions, con todo lo que significa. Al escritor le deja sin el argumento de la magia de la competición, de sus códigos. Cuando la acaricia envía a la mierda todas las incertidumbres.
El Manchester United, con el aroma de aquella noche de 1999, salió al Camp Nou liberado, sin traumas, con un efecto proustiano que le hizo agarrar la pelota sin ningún miedo. Qué bonito suele ser cuando a uno le viene un olor que llevaba años sin notar: el de la lluvia veraniega, el de las palomitas en el cine, o incluso el de la rabia; cuando todo parece desvanecerse. Los primeros 15 minutos dejaron sin aliento al soci, que no recordaba tal control de un equipo en el coliseo azulgrana, que parecía profanado sin el cuero. Tras 30 encuentros sin perder en su hogar nadie podía creerse lo que estaba viendo.
Por ello el Barça, en su clásico 4-3-3, retrasó a Sergio Busquets cuando detectaron que Jesse Lingard estaba encima suyo. Con ese rol los culés trataban de respirar, como el que lleva mucho rato debajo del agua, ayudados por el sostén que suele ser el salvavidas del centro del campo. Los red devils también salieron con un 4-3-3 con el matiz de Lingard, que habitaba en la zona de tres cuartos como falso nueve, dejando como hombres más adelantados a sus extremos, que hicieron sangrar en varios momentos a Gerard Piqué, especialmente por la rapidez Marcus Rashford.
El United estaba cómodo, seguramente desconcertado por la placidez en un feudo tan peliagudo. Hasta que llegó Messi, obviando cualquier explicación científica-táctica, para romper lo que podía ser una noche de todo tipo de lágrimas: incredulidad, emoción y tristeza. Si alguien estaba en la cama, con el típico edredón que todo niño piensa que está a prueba de balas, apareció el argentino para susurrarles, como si fuera su padre, que todo saldría bien.
Sus dos goles – sumado al tremendo fallo de David de Gea- detonaron las esperanzas de los de Ole Gunnar Solskjaer. Habían conseguido cortocircuitar el sistema ofensivo blaugrana y ellos mismos se habían herido. Un shock demasiado traumático para una eliminatoria tan compleja. Aun así, a pesar del varapalo, hubo jugadores que merecen mención, tanto en el lado positivo como en el negativo. Victor Lindelöf, apartado durante gran parte de la era Mourinho, y sus centrales estuvieron correctos ante el reto que tenían delante. A Paul Pogba, sin embargo, le pasó el choque por encima, quizás con la esperanza de agradar y no hacerlo en un escenario que muchos ojos estaban puestos en él. El quiero y no puedo. Como duele.
En el segundo acto, con un United que deseaba crear disgusto pero sin fe alguna, el Barcelona trató de cortar la espalda de Fred, apuñalándole constantemente con las apariciones de Suárez y Messi. Los de Solskjaer, desnortados, alargaron sus ideas de los primeros 45 minutos, pero los últimos toques de sus atacantes y el peligro atacante local les dejó compungidos, sin opción a réplica. Las esperanzas ante Messi suelen desaparecer, engullidas, como los agujeros negros. Las semifinales, a pesar de la cercanía de los cuartos de final, están a años luz del Manchester United. Otro año será.
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