Aceptar a Nadal no es tarea fácil. Porque dentro de ti te sientes un ser pequeño, enmudecido. Aceptar a Nadal quizá sea tarea de otra vida. Porque él mismo no parece ser ni de esta. Quizá lo aceptemos cuando esté retirado y atrás veamos casi dos décadas prolijas en títulos. Tantos que ya no caben ni en las vitrinas de su Academia en Manacor.
Aceptar a Nadal quizá sea tarea de Roger Federer y Novak Djokovic, dos hombres expoliados por lo inefable, la mayor gesta del tenis español jamás vista. Quizá, cuando el retiro venga en forma de años sosegados, el pensamiento se vaya a enero de 2022, el momento en el que el 20 se convirtió en un horizonte sobrepasado por un tenista desenfrenado.
Aceptar a Nadal es para aquellos que gocen del coraje como para pensar que lo que vieron nuestros ojos es real y alcanzable. Porque el legado del manacorí, especialmente en Roland Garros, es absolutamente insultante. Ni Bill Tilden, ni Rod Laver, ni cualquiera que haga memoria y busque en los libros de Historia de este deporte hallará semejante proeza cuantificable, máxime sobre arcilla.
El 21º Grand Slam, dice, “para mí es sumar uno más”. Como si nada. Como si más de 5 horas de final y otras tantas por el camino, una lesión meses atrás e incluso el Covid-19 no hubieran sido acicates suficientes como para dejarle maniatado. Todo lo contrario, es indomable.
Nadal se revuelve y quizá sea el secreto de un éxito desmedido. De un sinfín de adjetivos que no están inventados y a los que no conviene atarse, no sea que el día menos pensado, la RAE vuelva a quedarse corta.
Rafa ha estado siempre ligado a una condición difícil de aceptar. Es lo que tiene el talento desmedido, el amor por lo que haces, el tesón en el proceso; el disfrute en el resultado. No es fácil encajar entre tanta anomalía. Lo mejor es diferenciarse.
Y ahí Nadal sabe a la perfección que él domina las riendas de su carrera. Y asume ese liderazgo sin temor a nada. Ofreciendo el mejor de los ejemplos: el de un deportista comprometido con reforzar el mensaje de que, en el tenis como en la vida, los vaivenes son continuos, pero sortear cada momento depende de uno mismo.
Por eso, aceptar a Nadal es aceptar un estilo de vida incómodo. Una resiliencia sin parangón. Una mirada más allá de lo metafísico. Un porqué. Un sentido. Un propósito. Aceptar a Nadal es renunciar al miedo para buscar la oportunidad.
«Lo único que yo no cambio es que me he esforzado durante toda mi carrera para conseguir el máximo posible. Después, si hay alguien que termina con más Grand Slams que yo o siendo mejor que yo, pues no me voy a reprochar nada”.
“Me siento un afortunado de la vida, de disfrutar de todas las cosas que he podido disfrutar y ojalá termine siendo el que más tiene. Pero si no, y lo digo de verdad, bien por los otros. Mi carrera es infinitamente más de lo que yo hubiera podido soñar jamás. Con eso me quedo. Se trata de que cada uno haga su camino”.
El camino a la aceptación.
Imagen de cabecera: Australian Open