Haz la prueba. Intenta explicarle a un niño las vilezas e impurezas de este nuestro fútbol moderno y contemporáneo mientras contempla pasmado un partido de su referente futbolístico preferido, sea quien sea su efigie predilecta.
Comprabarás al término de la primera frase de tu preparado y adaptado discurso no falto de argumentos sólidos, que su cara se tornará hacia a ti durante un breve instante, variando en cuestión de segundos del desconcierto a la indiferencia repobratoria, sin llegar en ningún momento a comprender ni una sola de tus razonadas premisas, antes de girar rápidamente el rostro para seguir observando fijamente y con los ojos brillantes cada trote, regate o disparo de su ídolo, olvidando por supuesto rápidamente incluso hasta tu presencia.
Ese es exactamente el efecto que Totti consigue en nosotros, los románticos consumidores sin remedio de flamantes placebos. Nos devuelve a la esencia del sentimiento, nos atrapa como siempre ha hecho hasta hacer que arrinconemos todo tipo de contaminación adyacente a nuestra pasión. Desempolva nuestro tierno candor reverencial hacia el fútbol, al tiempo que sigue provocando que nos descubramos a nosotros mismos gritando como Anita Ekberg desde dentro de la Fontana de Trevi, pero cambiando en nuestro clamor Marcello por Francesco.
Totti es el primer partido en directo de un crío que ha acabado mudando en un escéptico descreído pero que hoy, con y por él como excepción, guardaría de igual modo a buen recaudo la entrada de su estreno en una cancha dentro del bolsillo del pantalón para colocarla, nada más llegar a casa, bien visible en la habitación, como si fuese el mayor tesoro habido y por haber en la faz de la Tierra. Como si acaso no fuese otra cosa que exactamente eso.
Totti es el sueño cumplido de todo un pueblo que se viste por las mañanas con los mismos colores, la anhelada hazaña -culminada y sostenida a base de fidelidad extinta- que ninguno de nosotros, toda una generación de futbolistas frustrados de corazón nostálgico, pudo realizar pese a dibujarla mil veces en el cerebro.
Es el niño que crece recorriendo todos y cada uno de los campos de extrarradio de su ciudad natal, el adolescente que salta por primera vez la valla publicitaria del estadio -como gran meta vital- para abrazarse a la curva, a su curva, compuesta por verdaderos hermanos de fe, como sólo se abraza a una madre cuando el éxito por fin toca a la puerta con ella como causa y motivo principal.
Es el hombre que cambió cada uno de los múltiples títulos con los que podría tener su maleta colmada y repleta de adornos, por toneladas de un tipo de lealtad intangible y etérea que se mide en todo salvo en ceros bancarios y que solamente en su caso termina por no ser un embuste pasajero destinado a llamar la atención de una afición, que podría ser prácticamente cualquiera, dispuesta siempre a creer en sus alter ego con contrato de obra y servicio por más desengaños que acarreen a sus espaldas.
Es también el niño que supo ser un hombre sin dejar de ser un niño, el futbolista que siempre ha preferido loor de multitudes sinceras a mieles de triunfo transitorias y que nunca ha necesitado nada más que un par de botas, un balón, tres o cuatro cánticos conocidos y reconocibles provenientes de su grada y llevar bordado en el pecho el escudo del equipo de su alma para firmar una carrera sencilla, una carrera envidiable, una carrera infinitamente perfecta.
La vida es curiosa. El jugador más veterano de la Serie A es precisamente aquel que, con diferencia, nos hace sentir más jóvenes. Y es que hace años que Francesco Totti no lleva reloj para poder tener así cada vez más tiempo y continuar reinando igual que ayer pero hoy, dentro una cultura y una civilización vigentes e imperantes que cada vez confunden más y más la existencia con el cronómetro y la grandeza con los galardones y el oro.
La historia de Totti está forjada por el amor al fútbol y por el amor que posibilita y desarrolla el primero, el que se siente por una única camiseta de manera vitalicia e inalterable. El que sentimos todos y cada uno de nosotros, el que hace que su anacrónico simbolismo nos resulte tan cercano y necesario. Ese amor gigante y único por un mismo equipo que le ha permitido poder seguir caminando aun con el tentador lastre de autocomplaciencia que supone llevar amarrado a los tobillos todos los relatos de leyenda que sólo una ciudad como Roma puede rubricar y difundir a raudales para grabar en la historia.
Cuando Totti salta al campo, tres décadas de fútbol italiano y europeo toman forma al instante con su estampa y, a su estela, van apareciendo de refilón las grandes estrellas del último gran Calcio pululando por nuestra imaginación iconográfica como si los Ronaldo, Shevchenko, Del Piero o Batistuta, en una extraña mezcla subjetiva de presente y pasado, siguieran en activo y fuesen aún los rivales de aquel joven diez de la Roma que hacía las delicias de los espectadores de medio mundo. Como si 2001 fuese también ahora, tres lustros después. Un ojalá y un por qué no que coexisten en un fascinante genio de cuarenta años de edad y siglos de venideros recuerdos.
Leer más: La emocionante carta de Totti a Roma y a la Roma
Párate un segundo de nuevo e intenta explicarle a ese niño que no tiene sentido que admire a nadie. Párate un segundo de nuevo e intenta explicarte a ti mismo hace quince años el sinsentido que supone idolatrar a ese carismático joven diez italiano de media melena que algún día se irá del que afirma, como afirman el resto, que es el equipo de su corazón y de su vida. Tal y como han hecho, hacen y harán todos los demás. Al fin y al cabo, como dice la canción, los ídolos fallan, los números, no y los héroes casi nunca terminan por estar a la altura de la fe que a ellos se proyecta.
Totti es esa ínfima parte de nuestra infancia futbolística -la que sólo él es capaz todavía de inflamar y ensanchar- que resiste aún en pie ajena al devenir e inclemencia de estos prefabricados y extraños tiempos. Por eso no te vayas nunca, Francesco. Deja que contigo también se quede por aquí ese último resquicio en forma de casi olvidado niño de inocentes ojos vidriosos al que sólo le hacía falta verte jugar para seguir sintiendo y creyendo.
Fotografías: Getty Images
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