En un paso más, en un tirón más. Le gritas a tu compañero que suba, con dolor en la garganta, con la mente nublada con un solo pensamiento. “Ganar”. A toda costa, pero en esa parte del cerebro que te inyecta adrenalina está conectada la de la inteligencia, la del razonamiento, y no va a volver a cometer los errores que sabe que le hicieron fracasar. Un paso más, un sprint más, detrás del balón, y ahora: toca, y toca, y pásala. Siente el esférico golpear el talón cuando ya piensa en el hueco que se va a crear más adelante, la carrera continua, la maratón mental. El cansancio no llega porque no hay más sitio para albergar más sentimientos, ni en la cabeza ni en el corazón.
Si llega tarde vuelve a correr al siguiente punto, moverse constantemente, llamar, gritar, dar instrucciones, ferozmente, contestar a tus amigos y colegas que: “está bien, ha sido buena, ahora la próxima…”. Ahora un hombro, una palma en la espalda y una sonrisa forzada y cansada de ánimo al que coge aire con las manos en las rodillas, porque lo necesitan más que él. Es una lucha campal. Es la guerra en un mar verde con orilla blanca. Para morir en ella, para regresar a las olas y al vaivén de un baile interminable. No muchos están hechos de la madera que se necesita para flotar en este mar, luchando como leones ante la adversidad, ante las ‘olas’. Es un circo romano: muchos piden tu sangre, muchos piden tu gloria, muchos piden más y más, sin saber siquiera lo que ‘más’ significa. Hay pocos que puedan ser velero y capitán de un equipo de fútbol que se juega la vida.
Es importante encontrar un capitán espiritual, es importante encontrar un faro. Alguien en quien poder fijarse cuando la tormenta lo ha destrozado todo. Cuando parece que no hay esperanza, él es el primero en levantarse y calmar a los más asustados. No es el que habla con el árbitro, no necesariamente es el capitán con el brazalete en el brazo. Es algo mucho más íntimo, mucho más emocional. Es el que llora durante dos minutos en la conmoción y se seca las lágrimas con el dorso de la mano para empezar a recontar bajas y heridas. Es el que sabe con una murada cuál de sus camaradas necesita irse a casa a llorar y quien necesita una motivación nueva. Ese es el capitán del timón de los veleros más valientes. Los de las expediciones casi suicidas y la de los milagros. El Bayern ayer encontró a ese capitán de nuevo. Bastian Schweinsteiger ayer dio un paso atrás para que el timón y la responsabilidad recayeran en Thomas Müller.
Thomas Müller ayer fue Bayern, fue latido y fue espíritu, fue de esos capitanes suicidas que te empujan al borde del mundo para intentar lo imposible. En la ‘madurez’ Thomas ha cogido las riendas que llevaba Bastian desde 2012, cansado ya, con ganas de quitarse ese peso y carga emocional de los hombros y Müller se mueve ahora como pez en el agua. Porque él es el Bayern, él es el Allianz y las voces que gritan, él la victoria y la derrota. Él es el alma de un equipo veinticinco veces campeón alemán y cinco veces Europeo. El número 25 a la espalda, con veinticinco años, con las medias bajadas, con esa sonrisa socarrona. Él es ahora el faro, es el primero en enfadarse y en rectificar, el primero en tocar el hombro de Lahm que ayer estaba devastado. El primero en dar la cara ante los medios si hace falta. El primero en seguir las ordenes de su entrenador y el primero en pegarle cuatro gritos a Rafinha si ve que está perdiendo los papeles. Él es ahora el velero, es esa madera que lucha en los mares verdes de Europa y Alemania. Los tiempos difíciles y de tormenta apenas empiezan ahora en la vida de este nuevo capitán, pero si la pasión es como la de ayer noche, créanme, sólo me queda decir: “¡Ahoy, mi capitán!”.