Hace 103 años, miles de personas marcaban a rojo en sus vidas el día 10 de abril de 1912. Habían conseguido un pasaje para embarcar en el RMS Titanic, el navío más lujoso del mundo. Un barco impresionante, de una opulencia sobrehumana, que había generado una expectación desconocida hasta la fecha, hasta tal punto de ser conocido como ‘el buque de los sueños’. Porque en Nueva York, punto de llegada del transatlántico en su viaje inaugural desde el emblemático puerto de Southampton, era donde la gran mayoría de pasajeros comenzarían de cero, una nueva vida.
Y Richard Norris Williams era una de esas personas, aunque no era un viajero cualquiera. Nacido en Ginebra, Suiza, un 29 de enero de 1891, y descendiente directo de Benjamin Franklin, se trataba de una de las más firmes promesas del tenis a nivel internacional. Enrolado a la raqueta desde que nació, a sus 21 años ya era el Campeón Nacional de Suiza de tenis y el Campeón del Mundo de squash. Palabras mayores, aunque no tanto como su gran sueño y para el que había embarcado en el Titanic: estudiar en la prestigiosa Universidad de Harvard, para la que había sido seleccionado, y de paso, seguir disfrutando del tenis, aunque con humildad. Porque Dick, como muchos le conocían, llevaba sus éxitos con tranquilidad y modestia, y su única receta en la vida era la del trabajo y la constancia.
Richard embarcó en el navío junto a su padre, Charles Duane Williams, de 51 años, aunque no lo hizo en Southampton, sino en la comuna francesa de Cherburgo, donde el navío recogió a más pasajeros. Tenían billetes de primera clase. Todo parecía ideal para hacer que aquel fuera el viaje de sus vidas. El suyo y el de tantas otras miles de personas, hasta que la madrugada del 14 al 15 de abril, a los cinco días de navegación y a seiscientos kilómetros al sur de Terranova, en pleno Océano Atlántico-Norte, un iceberg que se había desprendido meses atrás de Groenlandia quiso convertirse en funesto protagonista.
En el momento del impacto, el tenista y su padre dormían en sus aposentos. Pasaban unos instantes de las 23:40, pero la inquietud de los pasajeros no tardó en aflorar. Entre tanto, Norris Williams escuchó voces desde un camarote. Un trabajador de la compañía, White Star Line, se había quedado encerrado. El tenista echó la puerta abajo con un golpe de hombro, pero lejos de alegrarse, el hombre le dijo que le denunciaría por daños a la empresa.
Aunque en aquel momento ese era el menor de sus problemas. Al contrario que pensaba su padre, el barco se hundía. Vaya si lo hacía. El caos comenzó a reinar, y el joven comenzó a luchar por salvar su vida, no sin antes pasar por su camarote a recoger un abrigo de pelo para guarecerse del frío. Norris Williams y su progenitor permanecieron en el buque casi hasta el final. Y estuvieron juntos en todo momento, hasta que cayeron al agua cuando el Titanic daba sus últimos coletazos. Entonces, lo primero que hizo Richard fue quitarse su abrigo, solo instantes antes de que una ola marina le sacudiese y desplazase varias decenas de metros. Desesperado, logró engancharse a uno de los cuatro botes salvavidas plegables con los que contaba el barco, que yacía boca abajo, volcado. Junto a él se aferraban a la vida una treintena de hombres, que vieron en directo cómo se hundía inexorablemente esa maravilla considerada de ensueño, y que solo tenía a bordo veinte botes salvavidas, que como mucho, podrían salvar a la mitad del pasaje. “Aquello fue impresionante. Una imagen imposible de borrar. Ese prodigio arquitectónico se estaba yendo a pique”. Fue una de las últimas personas que tuvo ante sus ojos el Titanic hasta que su pecio fuese descubierto el 1 de septiembre de 1985, 73 años después. Al que no volvió a ver fue a su padre, cuyo cuerpo nunca se encontró.
Así estuvo seis horas, aferrado al bote, con la parte inferior de su cuerpo hundida a menos tres grados centígrados, y un hombre malherido agarrado a su espalda, hasta que otra barca fue a su auxilio antes de que llegase el transatlántico RMS Carpathia. Diecinueve de sus treinta compañeros improvisados en aquel bote que aguantaba a flote murieron congelados. Cuando el doctor del Carpathia vio a Norris Williams su diagnóstico estaba claro. Presentaba una hipotermia muy severa y las piernas engangrenadas. Había que amputar, pero Dick se negó en rotundo. Prefería morir a seguir vivo sin sus piernas. Aunque al final, ni una cosa ni la otra. “No puedo permitirte que me cortes las piernas”, dijo agonizando. “Las voy a necesitar”.
Poco a poco, fue recuperando la temperatura corporal y la sensibilidad en el tren inferior. Pronto comenzó a dar paseos por el barco, y progresivamente, a hacer ejercicios sin mucha carga. Tres meses después volvía a las pistas, y lo hacía en una exhibición ante Karl Behr, otro de los mejores tenistas del planeta y que, truculentamente, y en una de estas diabólicas casualidades del destino, también había sobrevivido al Titanic. Al mes siguiente, estaba disputando su primer Grand Slam, el US Championship (hoy US Open)… que ganó en categoría de dobles mixtos junto a Mary Kendall Browne. En 1913 se coronó campeón interuniversitario de Estados Unidos, lo que le dio derecho a ser convocado en el equipo americano de Copa Davis (aprovechando su descendencia estadounidense), que terminaría siendo campeón, y llegó a la final individual del US Open, que perdió ante Maurice McLoughlin. Paralelamente, le llegó un paquete a su casa procedente del RMS Carpathia: su abrigo de pelo, que había sido recuperado de uno de los botes. ¿El cómo? 103 años después sigue siendo un misterio.
Al año siguiente volvió a participar en el US Open a nivel individual, y a la tercera fue la vencida. Se vengó en la final de McLoughin y se apoderó de su primer grande, que reconquistaría dos años más tarde ante Bill Johnston, tras lo que fue reconocido como el número dos del mundo. Después, le tocó irse a Francia para servir a Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Volvió como un héroe condecorado. No era para menos. Después de todo, no todo el mundo podía presumir de haber vivido un naufragio y una guerra y existir para contarlo.
A su retorno a la pista, sus éxitos con la raqueta no se detuvieron. Ganó en Wimbledon en dobles en 1920, y se convirtió en fijo y capitán del equipo estadounidense de Copa Davis, en el que (lo que es el destino) volvió a coincidir con Karl Behr. Venció otras dos veces el US Open en dobles masculino, y culminó su carrera con un Oro en los Juegos Olímpicos de Paris de 1924, en una final que remontó junto a su compañera Hazel Hotcshkiss Wightman apelando a la heroica. “Íbamos perdiendo, tenía un esguince de segundo grado y no podía ni andar. Le dije a Hazel de retirarnos, que no era capaz de seguir. Me dijo que no me diese por vencido, que había sobrevivido al Titanic y a la Guerra y que tenía que seguir. Lo teníamos todo en contra, pero decidí hacerle caso… y al final, ganamos”.
Dick siguió jugando a nivel profesional hasta los 44 años, y aún se mantiene (junto a John McEnroe) como el quinto jugador con más victorias en el US Open. Hasta la aparición de Roger Federer, era el único tenista oriundo de Suiza que había ganado un Grand Slam. En 1957 fue incluido en el Salón de la Fama del tenis. Falleció feliz en su coqueta casa del pequeño condado de Bryn Mawr, en Pensilvania, el 2 de junio de 1968 con 77 años y la satisfacción de haber cumplido todos sus sueños. Y es que todavía hoy, 103 años después del día en que estuvo a un paso de quedarse sin sus dos piernas, Richard Norris Williams sigue siendo uno de los tenistas más laureados del planeta. Y todo un héroe que se sobrepuso a una de las mayores debacles marinas que se recuerdan en tiempos de paz y que dejó tras de sí las vidas de 1514 personas.
Madrid, 1992. Periodismo y Comunicación Audiovisual. Escribo en el Diario MARCA. También Deporte de Alcorcón y el periódico 'Al Toque'. Premier League y Southampton FC en Sphera Sports. La verdadera historia está en lo que no se ve.
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