“Soy hijo de obreros, lo que gano basta y sobra. Me considero un afortunado, me pagan por hacer algo que habría hecho por la tarde, después del trabajo y gratis”. Y prácticamente así lo hizo durante una década, compaginando su labor como entrenador amateur con su trabajo estable de empleado de banca.
Sin duda, Maurizio Sarri es un rara avis en el universo balompédico. Su atípica trayectoria profesional comenzó en el año 2000, con el Sansovino en la regional toscana, a quien guió en tres campañas hasta el profesionalismo, tomando de por medio la decisión más difícil y valiente de su vida: dejar su puesto fijo en la institución bancaria más antigua del mundo, la Banca Monte dei Paschi de Siena, para dedicarse íntegramente a entrenar. All in. Sarri tenía entonces 41 años. Una determinación pasional repleta entonces de incertidumbre, que sólo se explica por el amor a este deporte y que ha demostrado ser un acierto categórico.
Sin embargo, hasta su llegada al banquillo del Empoli en 2012, la carrera de Sarri fue de todo menos plácida. Pasó con éxito por el San Giovannese a quien ascendió a Serie C1, tras lo que le llegó la opción de entrenar en Serie B con el Pescara, donde obtuvo una discreta posición de mitad de tabla para, punto seguido, encadenar cinco temporadas incompletas en Arezzo, Avellino -de donde se marchó antes de comenzar la campaña-, Verona, Perugia, Grosseto y Sorrento, con un solo año completo y positivo entre tantas idas y venidas en Alessandria, en el que cayó eliminado en los playoff de ascenso a Serie B.
Tras ello, el presidente Corsi le dio la oportunidad de tomar las riendas del Empoli y tuvo la paciencia que ningún otro había tenido dándole continuidad tras caer eliminados en la final del playoff ante el Livorno para ascender a Serie A en el primer año en el banquillo toscano de un Sarri que hizo valer el voto de confianza y lo logró a la temporada siguiente para, acto seguido, convertir al Empoli en poco menos que un milagro y en la presta edificación de un estilo primoroso que ha creado escuela en un tiempo brevísimo (véanse los principios de su díscipulo Giampaolo) y que le llevó al Napoli para seguir implántadolo sin cortapisas, pese a las enormes dudas que despertaba en la opinión pública su salto a un equipo grande.
Maurizio Sarri es un tipo tan sencillo, tan alejado del ruido mediático, tan dueño de sí mismo, tan de restarse méritos con humildad sincera, tan normal en el sentido más amplio y precioso del término que se ha convertido en poco menos que un mito de los banquillos, pese a su voluntad discreta, en uno de los entrenadores de moda en el Calcio pese a su antifashionismo latente y en el técnico revelación de la Serie A en los últimos años, pese a haber debutado en ella durante la campaña 2014/15 a los 55 años de edad. “Hace tres años estaba en Serie C. Leer ciertos elogios simplemente me hace reír”, decía el propio Sarri en esa su primera temporada en la élite del Calcio.
Fumador empedernido y ávido lector de Bukowski, Sarri comparte con él el retardo en la decisión radical de dedicación profesional completa, la tardía gloria personal y mediática, ésta última para ellos irrelevante, además de las numerosas trabas del camino y de un poco de la aspereza alejada de toda pretenciosidad del escritor nacido en Alemania. Sin poses, sin ningún esfuerzo extra, sin tan siquiera pretenderlo; Sarri rezuma el total respeto hacia sí mismo del que a riesgo de perderlo todo, no tuvo miedo a tirar los dados. Ya lo decía su admirado Bukowski: “Si vas a intentarlo, ve hasta el final. De otro modo, ni siquiera comiences”. El hombre que puso patas arriba su vida por una pasión llamada fútbol, y venció, ya ha ganado todo aunque nunca gane nada, pues no hay título ni hazaña capaz de superar en magnitud a semejante triunfo vital. Y encima jugando bien.