El miedo es un sentimiento ajeno a la razón, a la capacidad del ser humano de poner sus pensamientos de forma lógica y usar así su habilidad en el análisis de la situación. El miedo es el enemigo de lo razonable, es el veneno que desconecta las neuronas y trata de paralizar el sistema nervioso y con ello trata de atraparte en sus redes para no dejarte escapar. Los miedos, los temores de una persona, son a menudo fundados por la falta de conocimiento de algo o a veces por los hechos que se presentan delante nuestro y que en nuestra supuesta sabiduría no somos capaces de comprender. Este es un miedo muy común, que los niños a menudo sufren: la primera vez que duermen solos, la primera vez que suben a una bicicleta, el temor a lo incomprendido es algo que los humanos no pueden negar y que no cambiarán. Está en nuestro código genético.
El pequeño se sienta, no acaba de comprender que ha pasado, ve la sangre, una y otra vez, en su mente resuenan las suplicas de su madre, el llanto, la histeria. No acaba de entender lo que le dice su mente y su cuerpo se atasca en un entumecimiento que le recorre las venas y las terminaciones nerviosas. Sabe que no debe moverse como cervatillo asustado delante de su depredador. Las lágrimas se contienen, asimilar se asimilará después, con el tiempo, con la madurez, con la compresión. Pero de pronto delante suyo yace su madre, mientras su padre aún sujeta el cuchillo entre sus manos. Sin embargo es tan sólo un chaval de diez años que ha presenciado la muerte de su madre Anna a manos de su marido -ahora viudo- Zygmunt.
Lo que sucede después son borrones en la mente del infante. Las primeras semanas parecen pasar en blanco y negro, en un cine mudo dónde él intenta asimilar o procesar, o cualquier otra palabra que pueda ayudar a arrojar un poco de luz a los sentimientos y pensamientos tan oscuros en la mente de este muchacho. Su hermano y él se cogen de la mano y se encaminan a una vida nueva, junto a su abuela, a la que mucho más tarde agradecerán haberlos llevado por el camino del bien, a enderezarlos pese a un trauma de tal calibre.
Esta es la historia de este niño, que en la adolescencia lucha por ser mejor hombre, ya con su padre en la cárcel. El infante madura, pero la comprensión aún no llega, no llega la manera de pasar la página manchada con sangre de su sangre. Pero aquí no hay finales felices, hay un final, que es necesario, una clausura a una carrera en la que la agonía y el miedo han pasado de largo pero en la que nuestro protagonista admite buscar en el cielo las respuestas. Pero en la madurez y la etapa adulta llegan las respuestas en forma de incógnitas resignadas: “Nunca comprenderé por qué pasó. Siempre me preguntaré ‘¿por qué?’.”
Él ya casi en la treintena mira al cielo y señala cada vez que marca un gol. Se acuerda de su madre y se pregunta como sería su vida si ella aún viviera y desea con todas sus fuerzas que eso fuese así, sabe que daría su vida por borrar esos recuerdos de su mente y tener a Anna a su lado. A pesar de su éxito en su carrera como futbolista, a pesar de vestir la camiseta de su selección, a pesar de todo, en el fondo de su corazón sabe que cambiaría todo eso por abrazarla una vez más. La tragedia siempre se cernirá sobre su nombre pero esa carga pesada sobre los hombros es uno con él.
Su padre salió de prisión 15 años después, pero nunca se hablaron ni se vieron. Poco después de su salida murió, a los 56 años de edad. Su hijo se personó en su funeral y una parte del rompecabezas de su miedo se encajó allí.
Desde entonces la vida ha seguido, siguen los goles, siguen las idas y venidas, y sobre todo sigue ahí agazapada la duda y el temor. Esta es la historia de un niño que creció teniendo poco más de 10 años, esta es la historia de como Jakub Blaszczykowski vio a su madre morir. La historia de ‘Kuba’ sangra de dolor y miedo infantil y mira al cielo con ojos anhelantes.