Felipe OLCINA & Marco CASINOS | Recuerdo aquella noche cómo si fuera ayer. Era 25 de Mayo del 2010, el Inter acaba de conquistar su tercera Copa de Europa en el Santiago Bernabéu tras vencer al Bayern Munich (2-0). Una tercera que llegó tras 35 años de sequía. Un trofeo que honraba el trabajo de los chicos de José. Londres, Moscú, Barcelona fueron los escalones antes de subir al podio (Madrid). El silencio que promulgó Samuel Eto’o en Stamford Bridge tras sentenciar el pase a Cuartos. La exquisitez en su totalidad y el arte expresado en la bota derecha de Wesley Sneijder tras romper el hielo en Moscú para acceder a Semifinales o «La noche de los aspersores» consecuencia de la plasmación de un planteamiento pragmático llevado a la perfección por José Mourinho. Todo esto, fue lo conseguido antes de llegar a Madrid. Una vez allí, el Inter lo confirmó. El Príncipe Milito puso el broche de oro dejando su firma por partida doble y Milán volvía a estar de moda. Creo que todo esto lo recordamos todos aquellos que amamos este deporte. Unos pocos, recordarán la genialidad de la segunda firma, Diego se plantaba en el área y Van Buyten nunca más quiso saber de él. Milito rompió la cadera del belga y todos los planes de Van Gaal en su intento por la remontada. El Príncipe era Rey y el Inter campeón.
Ajeno al partido, recordamos la esbelta figura de Mourinho en una de las esquinas del estadio, en silencio, observando a los tifosi neroazzurri, a los suyos, a su gente. Hay veces que las palabras sobran. Pero detrás de todo esto y por lo que os cuento esta historia es el momento de la despedida. Tras la fiesta, toca recoger y decir adiós. Era el último partido de Mourinho y su salida fue por la puerta grande pero la de atrás, subido en el coche de Florentino. El inminente fichaje de José por la Casa Blanca era casi un hecho. Pero cuando ya abandonaba las instalaciones del Santiago Bernabéu, esa subida del garaje para poner rumbo a una nueva aventura, se encontró con Materazzi. Uno de los estandartes de aquel Inter, robusto y sólido como un tronco rompió a llorar cual niño que ve marchar a su madre cuando le deja en la guardería, pero en este caso, la madre también fue débil. Los chicos malos de Milán rompieron a llorar en un abrazo mutuo que confirmaba el secreto a voces de la marcha de Mourinho.
Uno mismo, tras ser espectador de este episodio se pregunta sobre la importancia de un entrenador dentro de un club. Ese año, 2010, queda como el año de máxima gloria en la ciudad lombarda para el conjunto neroazzurro. Desde entonces, el Inter llora en el recuerdo. Benítez, Leonardo, Gasperini, Ranieri, Stramaccioni, Mazzarri y ahora Mancini. Hasta siete entrenadores en cuatro años que no han conseguido dar con la tecla, lo que refleja a la perfección la ansiedad que se vive en Milán por volver a ser lo que un día fueron. Una ansiedad que ha llevado a los primeros indicios de una profunda depresión y, estimado paciente, por el momento no hay luz al final del túnel.
La derrota en Sassuolo les ha llevado a la décimo tercera posición del campeonato. Un Inter sucumbido en la tristeza es décimo tercero con 26 puntos, a ocho puntos de Europa y trece de Champions, por el momento suena utópico. Cuando algo marcha bien, la gente está dispuesta a cambiar siempre y cuando lo nuevo se asemeje casi en su totalidad a lo antiguo, pero cuando las cosas no marchan como uno quiere, uno siempre piensa en algo radical. De Mazzarri se pasó a Mancini, del 3-5-2 al 4-3-2-1. Radical no sé, diferente un rato. Las esperanzas y la ilusión siempre son buenas renovarlas y con Mancini, al menos parecía ser así. Sin embargo, Mancini, el hombre que con la mirada parece querer robarle terreno al mar, no consigue dar con la tecla y su Inter camina desorientado. Como bien escribió Enric González, “El Inter de Milán, también conocido como La Bienamada (los rivales deberían llamarlo siempre así, por las alegrías que les proporciona), podría tener como directiva a cualquier gobierno argentino del siglo XX y al capitán del Titanic como entrenador”. Los fichajes invernales parecen atinados y despiertan ilusión, que en parte sirven para compensar las nefastas incorporaciones de otros períodos de fichajes. Lo comido por lo servido. El calcio se puede mirar desde muchos ángulos, pero si se mira hacia el Inter, es un misterio: su afición está condenada a no ser feliz. El único club capaz de ser grande sin ganar títulos. Pero llegará el verano y renacerán las ilusiones más disparatadas, aunque en la plantilla continúen jugadores que parecen sonámbulos con úlcera.
El técnico de Setúbal tiene fama de sacar a sus jugadores todo lo que pueden dar y un poco más. Les somete a un tratamiento basado en el palo y la zanahoria, pero el palo se da siempre y la zanahoria sólo es una dulce posibilidad. Cuando Mourinho llega a un club asume el papel de macho alfa, no queda espacio para otros ejemplares dominantes. De Mourinho dicen también que, cuando se va, deja atrás una jauría exhausta y rabiosa. Son días de angustia en Milán y de miel en Londres. Los interistas ya conocen el sabor de la resaca después de los paroxismos mourinhistas. Habrá que ver el Chelsea que deja Mourinho cuando, ganado lo ganado, se marche en busca de carne fresca.
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