Estar en la zona de descenso es como disputar cada minuto de un derbi en la última jornada: cada pase, cada desborde y cada disparo se convierten en jugadas trascendentales. En el terreno de juego, la defensa se materializa en una línea férrea y el ataque despliega contragolpes con la precisión de un francotirador, en busca de la salvación. Los jugadores, como auténticos guerreros, se baten en duelos a balón parado y en carreras vertiginosas, mientras la afición inyecta el coraje necesario para transformar la presión en goles decisivos.
Ayer se libró en Mestalla una de esas batallas que son dignas de libro. El Valencia transita por una temporada que se siente como un pulso entre esperanza y abismo. Aunque sigue en puestos de descenso, el triunfo del domingo ante el Leganés fue mucho más que ganar tres puntos: un golpe sobre la mesa en la lucha por la permanencia.
Carlos Corberán ha dado forma a un equipo que empieza a encontrar su identidad en el momento más crítico. Tras el duro golpe en Copa del Rey, el técnico apostó por su once de confianza y el grupo respondió. Mestalla, siempre fiel, volvió a ser el corazón que late por y para el equipo, con 42.000 almas empujando desde la grada. La conexión entre equipo y afición es, sin duda, el arma más poderosa en esta batalla por disfrutar una temporada más en la máxima categoría.
El 2-0 fue una muestra de carácter y trabajo colectivo. Diakhaby, en su regreso tras 330 días de calvario, selló la victoria para los valencianos. Su gol, fruto de una jugada meticulosamente orquestada, fue un grito de guerra para reavivar cada rincón del estadio. A su lado, nombres como Javi Guerra, Mosquera y Almeida consolidan una columna vertebral que crece jornada a jornada.
Sin embargo, la lucha no se detiene. Quedan quince jornadas y la próxima prueba será a domicilio, una asignatura pendiente para un Valencia que necesita replicar su solidez fuera de casa. Corberán lo tiene claro: esta es una maratón de supervivencia, y el equipo no bajará los brazos.