«Cantar victoria» es un pleonasmo, como «subir arriba», «bajar abajo», «lapso de tiempo» o «Real Madrid, Campeón de Europa». Se cantan más alirones en la ducha que en los estadios, pero siempre que hay una canción de por medio, todos celebramos la gesta a nuestra manera. Cantar es un verbo victorioso (a menos que seas el guardameta). Ganar es una acción derrotista. Una mentira que cantamos al pie de la letra. En el deporte, pocos saben ganar. En la música, no conozco todavía a nadie. Cuando hablo de «saber ganar» no me refiero a tener la deferencia de no restregar el título, el disco de platino, la efeméride o el <<nadaplete>>, tampoco de no usar la copa del mundo como una vagina en lata. Hablo de saber cuándo ya no le quedan a uno más guerras por ganar ni por perder. Hablo de la redención de soltar. Joaquín sabe ganar. El «Bicho» no sabe qué hacer con tanto título y «mantenerse» es el único premio que le faltaba en su palmarés: El de consolación. Y, en la música, somos más de «Siuuuuuuuu» que de «Pisha». Un circo de gigantes enanos donde el emergente quiere dejar de serlo. La eterna promesa quiere ser una realidad. El grupo que está en la parte noble de la tabla quiere ser cabeza de cartel y el cabeza de cartel no quiere dejar ni las migajas.
Yo tampoco sé ganar, pero progreso adecuadamente. Empecé a hacerlo desde que descubrí que nunca cataría las mieles del éxito (pese a ganar mucho y bien y salir siempre a empatar). Era la época del postsinfinamiento, la reinvención y los conciertos con mascarilla. La vida me llevó a dar un concierto en el estadio del Atlético de Madrid. Durante la prueba de sonido, me senté en el centro del campo. En ese instante, volví a ser ese niño con churretes de chocolate al que recogían del colegio sus padres con el coche para llevarle a dormir a casa de sus abuelos en Canillejas.
Mi abuelo fue el «colchonero» más forofo que he conocido en mi vida. Forofo nivel: gritar a la tele, tener un VHS del doblete grabado, celebrar los tacos de Simeone sobre Julen y aprender mis primeros insultos por sus improperios al oponente. Creo que, si llega a estar vivo cuando el Atlético se mudó del Calderón al Metropolitano, se hubiese muerto del patatús. Imagino que, si llega a saber que su nieto llegaría a tocar en el estadio de sus amores, con unos decibelios que llegarían hasta el salón de su casa, hubiese resucitado. El éxito no existe si no están los abuelos para presumir de nieta o de nieto en la cola del supermercado o en el parque. En ese concierto, mi abuelo estuvo de alguna forma. Y su recuerdo, me enseñó el camino pedregoso que hay que transitar para saber ganar. Curioso, puesto que él fue el mismo que me enseñó saber perder.
Cada vez que se habla del fracaso, todos ven los 9.000 puntos fallados y los 300 partidos perdidos de Michael Jordan, pero poco se habla del medio millar de partidas de ajedrez que perdí contra mi abuelo. Ojalá se hable mucho de los 201 encuentros ganados y de los 66 goles que marcó Joaquín con la verdiblanca. Todos los niños quieren ser Messi, Cerressiete, Kylian y Haaland. Todos los que queremos saber ganar (y Haaland) queremos ser Joaquín.
Este año he anunciado con este disco mi retirada (como Joaquín, también) de la música. Quizás la victoria imposible sea «eso»: Saber ganar y cantar victoria.
Por cierto, a mi abuelo solo le gané al ajedrez la última vez que jugamos. A lo mejor se dejó ganar, pero para eso, también hay que saber.
Foto cabecera: Esquire / Suma de Letras
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