En lo que llevamos de curso académico-deportivo ya hemos contabilizado los fracasos del FC Barcelona, del Atlético de Madrid, de Julen Lopetegui y Monchi, de Pep Guardiola -éste, haga lo que haga, parece que está abonado al fracaso-, de Paula Badosa y del Alpine de Alonso -o de quienes quiera que se encarguen de que ese artefacto aguante un viaje de trescientos kilómetros sin tener que llamar a asistencia en carreteras-. Fracasos, sí. Sin paliativos y con demoledora contundencia.
Os voy a confesar algo que a mí me ayudó mucho a descansar por las noches: la infalibilidad no existe siempre que intervenga el factor humano. No os empeñéis en lo contrario, el ser humano es maravillosamente imperfecto y así debe de ser. Estamos todos, deportistas profesionales de súper elite incluidos, a merced de tantos factores ajenos e incontrolables por nuestra voluntad y nuestras habilidades que es estúpido confiar a ciegas en el éxito rotundo apoyándonos únicamente en el trabajo o en la habilidad. Aprender a convivir con la decepción y naturalizar la derrota y entender que en el deporte no existen las verdades irrefutables ni los dogmas de fe nos ahorraría a todos muchas escenitas perfectamente prescindibles.
A mí toda esta obsesión por ir finiquitando y liquidando propuestas deportivas, colgándoles la etiqueta de ‘fracaso’, me resulta agotadora. A la gente le fascina observar al prójimo derrotado. Es un buen escenario comparativo para trasladar nuestras lamentables miserias cotidianas. Una manera de igualarnos, por lo bajo, a los más grandes. Ah, mira, a este desgraciado también le van las cosas mal, también se escaquea y deja trabajo para mañana, también estudia el día antes del examen y también se va a la cama sin fregar los platos de la cena. Somos el Carlos Boyero del rendimiento ajeno. Implacables hasta la crueldad, la peor pesadilla del deporte profesional.
Leía hace unas semanas en las páginas de Marca a Ronaldo, el de verdad, admitir que pertenece a una generación de deportistas a los que arrojaban a la arena y tenían que hacerlo lo mejor posible, dentro de una exigencia extrema, sin la menor posibilidad de drama. Sin ayudas y sin espacio ni tiempo para cuidar asuntos como la salud mental, la gestión del estrés o la presión. Me satisface comprobar que, al menos en este sentido, algo hemos evolucionado en estas dos últimas décadas. Ya solo nos queda que los cuatro participantes españoles en la Champions League ganen el título todos los años, que Guardiola no ceda ni en las partidas de cartas de la sobremesa de la comida de Navidad, que Paula Badosa sea número uno hasta que ya solo tenga que dedicarse a consentir caprichos a sus nietos y que el Alpine sea fiable como un 600 llevando a la familia, abuela, perro y canario incluidos, de vacaciones a Peñíscola.
Imagen de cabecera: Getty Images