Decía Mario Benedetti que el amor no es una repetición. Que cada acto es un ciclo en sí mismo, una órbita cerrada en su propio ritual. José Luis Gayà Peña tiene interminables concilios donde lo ha ido manifestando. Ama a su Valencia sin preguntas y se le adora sin respuestas. Porque el amor es eso, aun sabiendo que existen cicatrices, querer quedarse para besarlas. Una a una. Sin importar las consecuencias. Su renovación, la tercera, es la mayor muestra de militancia y adhesión que se ha vivido en décadas. Ha elegido Mestalla como su única casa y quedará grabado para la eternidad. Ese niño de 6 años ya soñaba con lograrlo. Primero poder llegar para después quedarse toda una vida. Pueden estar orgullosos en su familia del ser humano que han creado. Allí, en su morada, dormía cubierto con sus sábanas del Valencia y espiado por numerosas fotografías achicadas en la pared. Acariciando una ilusión, dándole forma, masajeándola. Imaginando que llegaría el momento donde lo conseguiría. Y a la vista está su triunfo. Quizá quede lo más lírico. Levantar un título como capitán de su Valencia. Y qué duda cabe que si aquel niño logró todo lo que ideaba mientras cerraba fuertemente los ojos con su manto repleto de escudos, también alcanzará esa gloria. Sería cerrar el círculo mientras su leyenda se inmortaliza.
José -así le llamamos los que lo queremos- lleva en la élite marcando el ritmo y la tendencia en su posición. No hay lateral izquierdo más completo en España. Ninguno. Al que le falta fuelle atrás, lo soluciona siendo alegre hacia arriba. Y al que defensivamente es contundente, echa de menos mayor cadencia ofensiva. Gayà lo tiene todo. Sus arrancadas, su determinación, su desborde y su mandíbula defensiva le rubrican un presente eximio. Como su futuro. Porque, aunque lleve diez años en el primer equipo, solo tiene 27. Plena madurez para un futbolista extraordinario.
Sobre el apego escribieron muchos. Lope de Vega decía que el sentimiento entraba fácil pero que sacarlo era muy difícil. Casi imposible. En la vida todos tenemos un secreto inconfesable, un arrepentimiento irreversible y un amor inolvidable. Sí. Efectivamente. Todavía recuerdo horas después de la final de Copa ante el Betis como, mientras conversábamos y a pesar del dolor, brotaba con mayor fiereza ese amor por el escudo: “Què gran és ser del València”. E incluso que era el propio capitán quien me animaba en ese ejercicio poderoso de llevar el brazalete fuera del terreno de juego. En pleno derrumbe por el desánimo, sus irreductibles palabras demostraron por qué este maravilloso idilio. Sus lágrimas en La Cartuja y las de su acto de renovación en el Palco Vip de Mestalla son grilletes en los que uno se da cuenta que “no es quién te mueve el piso, sino quién te centra. No es quién te roba el corazón sino quién te hace sentir que lo tienes de vuelta”. De eso sabía mucho Pablo Neruda. Y de eso sabe mucho José Luis Gayà.
El valencianismo está entregado en cuerpo y alma a su comandante. Siente absoluta admiración porque ven su retrato en ese menudo cuerpo plagado de valores. José Luis es lámina y arquetipo. Es la postergación de cualquiera de los aficionados pisando el verde. Y diciendo no a cualquier desafío que no tenga ese murciélago en el pecho. Dando portazos a los más grandes de Europa solo por seguir en su Valencia. En ese gigante que soñaba jugar cuando su madre Eloísa le arrebujaba en esa planta baja de el ‘Carrer del Príncep’. En ese equipo que sigue estrangulándole los nervios a su hermano Álex. En ese Mestalla espiritual, vertical y místico que tanto estrechó José Luis padre cuando le llevaba a entrenar todos los días a la Ciudad Deportiva de Paterna desde Pedreguer haciendo doscientos kilómetros. El amor por el escudo ya se tenía en la familia desde el comienzo. Lo demás solo ha sido una continuación.
Puchades, Roberto Gil, Claramunt, Arias, Fernando, Albelda… y Gayà. De Pedreguer al corazón de cada murciélago con su decoro, dignidad y decencia. De Pedreguer al cielo para ser inmortal. Honor capitán. Gracias por tanto.
Imagen de cabecera: Valencia CF