No importa que sea en la liguilla con tus amigos, en regionales o en la Champions. Hay pocas emociones más intensas en la vida que se asemejen al gol. No engañan nunca las cámaras lentas de los encuentros grandes: esas en las que percibes poco a poco cómo ese balón va a entrar y ves a esa gente que permanece tensa detrás de la portería mudando su preocupación por un júbilo exacerbado. La pelota está en el fondo de las mallas.
El gol. Tres letras, una sílaba y un sentimiento inefable. Dicen que es la salsa del fútbol, la que le da vidilla a un deporte sentenciado a menguar hasta la nada según los mandamases de las grandes entidades. El gol se paga caro y por ello castiga a grandes entrenadores y futbolistas, que están condenados a esperar lo que la pelota decida. Unas veces entra y otras no. En muchísimas ocasiones tratamos de explicar con mapas de calor por qué un equipo gana o pierde. No lo aceptamos: a veces la rueda de la fortuna, como diría Ignatius Reilly, decide por nosotros. Puede que haya un Dios frívolo que controle estas situaciones y en función de su estado de ánimo mueva su pulgar arriba o abajo. Nosotros seguimos esperando su veredicto cada fin de semana.
El gol es como el kétchup, que decía Ruud Van Nistelrooy. Te tiras semanas tratando de interpretar tu falta de acierto estudiando tus propios movimientos, tus contactos con el balón y tu colocación en el momento en el que te dieron el pase. Sin embargo, cuando llega se acaban los problemas. De repente ese centro que antes fallabas lo rematas mal y lo marcas porque engañas al portero. Hay quienes tienen fama de hacer los goles bonitos y feos. Hubo una época en la que Deco marcaba de rebote. Siempre le quedó ese sambenito al luso. Qué más da, lo importante es el sentimiento del gol. Cuando la pelota cruza la línea y sabes que tú eres el protagonista. Pruébalo y no te arrepentirás.
Imagen de cabecera: Fulham FC